martes, 25 de marzo de 2008

El cuero y la camisa

Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas

La evidencia confirma el sobado y obvio pero inapelable refrán: duele más lo propio que lo ajeno. Casi dos meses de huelga en la Universidad Autónoma Metropolitana me ponen de punta los pocos pelos que me quedan, ya que fue precisamente la UAM la que me dio cobijo generoso y me permitió cursar mis estudios de licenciatura, que concluí hace casi 24 años.
La actual huelga ya superó en duración a la que me tocó vivir en 1983 y que provocó la cancelación del curso, como probablemente ocurrirá también ahora. En la medida en que transcurre el conflicto, se hace más complicado entender que la demanda salarial de 35% funcione más bien como argumento secundario, casi como un pretexto, pues a fin de cuentas el Sindicato sabe que la Universidad depende irremediablemente del subsidio que le proporciona el Gobierno Federal, de modo que la bronca es en realidad contra la Secretaría de Hacienda, aunque el prestigio académico de la UAM se despeñe y los estudiantes paguen las consecuencias.
Es una huelga lamentable –supongo— para los alumnos y padres de familia, aunque no sé si también para los empleados y funcionarios de la UAM, como lo explicó claramente Sergio Sarmiento: “En el perverso universo de la educación estatal todo se confabula para que ni los directivos ni los trabajadores tengan un incentivo real para regresar a clases. Los funcionarios siguen recibiendo su sueldo durante el conflicto mientras que los líderes sindicales saben que al final, como parte de la negociación, le arrancarán a la universidad los salarios caídos. Las huelgas se convierten así en vacaciones pagadas. Al fin y al cabo el contribuyente lo paga todo. Esta huelga, que afecta a unos 45 mil estudiantes, diez mil trabajadores y tres mil profesores fue decidida por menos de 200 delegados sindicales: 164 votaron por la huelga y 84 por continuar las clases. Diez se abstuvieron.”
Pero de todo, lo que mas impresiona es la estadística: la UAM tiene un maestro por cada quince alumnos y un empleado universitario para cada 4.5 estudiantes. Con estos recursos humanos disponibles, mi universidad debiera ser una de las mejores del mundo. Debiera ser una universidad digna de presumirse. Pero me temo que la UAM podrá recomendarse cada vez menos después de este ácido conflicto laboral en el que apenas 1.64% de los trabajadores decidió ir a la huelga, después de que un comité sindical derrotado en las elecciones de noviembre continúa mandando y se impone a la “representación sindical legítima” determinando la huelga, después de que la Secretaria General del sindicato renuncia a su encargo en medio de una violenta asamblea y al día siguiente se arrepiente y se reinstala y después de que “estudiantes desconocidos” irrumpen violentamente en las negociaciones, logrando cancelarlas a golpes una y otra vez, lesionando incluso a los mismos dirigentes sindicales.
Independientemente de quién pague –el dinero de los padres de familia en las escuelas privadas o los impuestos de los contribuyentes en las públicas— la educación universitaria es muy costosa; se invierten cientos de miles de pesos en dar a los jóvenes los conocimientos y el método que, al menos idealmente, habrían de convertirles en profesionistas especializados en alguna rama del saber; por ello se presume que al egresar de sus licenciaturas contarían con las herramientas teóricas y prácticas para enfrentarse al mercado de trabajo, retribuir a la sociedad el enorme esfuerzo de educarlos y lograr una razonable calidad de vida para ellos y sus familias mediante sus ingresos por el ejercicio profesional.
Solemos quejarnos de que las escuelas públicas no ofrecen suficientes plazas para todos aquéllos que aspiran a un título universitario pero, como lo hace evidente la huelga de la UAM, hay otros problemas igualmente serios en las universidades mexicanas: tendríamos que saber cuántos de los que consiguen las ansiadas plazas logran concluir sus estudios de licenciatura, informarnos sobre aquéllos que terminan satisfactoriamente sus cargas académicas y logran desempeñar sus profesiones; hay que cuestionar a las universidades sobre la calidad de los programas que ofrecen, si realmente cubren en tiempo y forma los planes de estudio y si sus alumnos reciben en cantidad y calidad los conocimientos que deben aprender durante su paso por la universidad.
Tenemos que preguntar si los egresados universitarios están realmente preparados para competir por los escasos sitios que ofrece la deprimida economía, si podrán aplicar exitosa e integralmente los resultados de su entrenamiento al servicio de la sociedad, si éste entrenamiento responde a las necesidades del país o es, a fin de cuentas, un desperdicio de recursos y, sobre todo, si este proceso de formación universitaria permitirá a los egresados realizarse como individuos, en el seno de su comunidad. Al final de la jornada, necesitamos saber si los egresados se frustran frente a la realidad o si alcanzan los mínimos de satisfacción personal que son deseables.
Públicas o privadas, las universidades deben ser generadoras de conocimientos, no sólo divulgadoras, porque cuando se limitan a esta última función tienden a repetirse, a tornarse obsoletas y a matizar con polvo sus actividades. Las plazas académicas han de obtenerse por méritos y mediante concurso, no como prebendas o “conquistas” y a las universidades han de dirigirlas sus mejores catedráticos, no los más activistas o recomendados. Los trabajadores universitarios tienen derecho a buenas condiciones de trabajo y a que éstas mejoren constantemente, pero ello debe ser proporcional a la calidad de su desempeño y no a la capacidad de agredir y amenazar que muestren sus dirigentes. Los académicos deberían certificarse constantemente, como ocurre en las buenas universidades del mundo y los exámenes tendrían que ser departamentales y objetivos, para garantizar la calidad del proceso de enseñanza/aprendizaje.
No puede confundirse la autonomía en la cátedra y la libertad de pensamiento –que se entiende, se defiende y procura— con la administración y gobierno de esas instituciones que son vitales para la nación y que no debieran ser feudos ni cotos de unos cuantos, mucho menos rehenes de sindicatos radicales como el de la UAM, que tampoco rinden cuentas a nadie, ni siquiera a sus agremiados. Las universidades deben someterse a escrutinio profundo, como entidades de interés público que son y no constituir una casta o fuero aparte. El éxito en la gestión universitaria debe medirse por la calidad y no por la presencia o ausencia de conflictos, como solemos hacerlo.
Buenas universidades egresan buenos universitarios. Buenos universitarios son un tesoro en la sociedad moderna, la sociedad del conocimiento. Bien entrenados y con compromiso social, los egresados universitarios tienen muchas más posibilidades de éxito, entendido éste como servicio profesional de calidad para su la comunidad, pero también de satisfacción propia, espiritual y material. Lo contrario de este propósito –los universitarios medianamente preparados y candidatos al fracaso, médicos vendiendo medicinas o conduciendo taxis— cuesta muchísimo a la nación y a ellos mismos, afecta al país más que ayudarlo y, como está ocurriendo ahora con la UAM, desprestigia, ofende y duele, más en el cuero que en la camisa.
antonionemi@gmail.com

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