lunes, 28 de abril de 2008

Escribiendo editoriales

Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas


¿Qué lleva a uno a poner por escrito lo que piensa y divulgarlo petulantemente, suponiendo que los demás se interesarán en leerlo?
Tengo unos 27 años publicando mis ocurrencias pero generalmente ha sido en forma esporádica, sin método y sin el compromiso de una entrega permanente. En cambio, en esta oportunidad he logrado mantener la práctica de escribir artículos durante más de treinta semanas seguidas. Me percaté de esto porque me pidieron que escogiera dos columnas para enviarlas a los organizadores de un panel que van a evaluarlas y tuve que revisar los archivos.
Aunque tengo muy claro que pertenezco a la categoría de “amateur” (‘aficionado’, precisarán los puristas) y que hasta la fecha no he logrado ningún descubrimiento digno del Premio Nobel, releerme fue una experiencia interesante, impregnada de sensaciones intensas y alguno que otro hallazgo.
Por ejemplo, pude identificar uno por uno de los sucesos que me motivaron para escribir cada pieza y me percaté de cómo empecé cierta redacción pensando de una manera y la terminé con una convicción completamente diferente; resulta que al ir plasmando las ideas por escrito, uno profundiza los argumentos tanto como es posible y entonces aparecen las debilidades de cada pensamiento, a veces simples dudas que obligan a uno a replantear todo el texto y, en ocasiones, hasta a desecharlo de plano.
Escribir para que los demás nos lean implica someternos al escrutinio público, por consiguiente, uno tiene que asumir todo tipo de réplicas, incluso algunas no necesariamente constructivas ni de buena fe. La cortesía de quienes leen lo que uno redacta y tienen la bondad de enviar algún comentario –amigable o no— es verdadero alimento espiritual, sin exagerar. Ya en el extremo, uno se cubre de bálsamo cuando un articulito motiva reflexiones en los lectores, que opinan con profundidad y casi siempre hacen grandes aportaciones; algunos incluso tienen la osadía de recircular nuestros textos a través de internet. Entonces, la pequeña propuesta pudo convertirse en una semillita de más y mejores ideas, más sólidas, más consistentes.
Por contrapartida, no hay peor cosa que ser ignorado, implica que uno fue incapaz de atraer la atención de los, de por sí, potencialmente escasos lectores; implica que uno no pudo convencer a nadie o, al menos, producirle una inquietud, por pequeña que fuera; implica escribir para el vacío, como un torpe ejercicio intelectual que se reduce a desperdicio.
Por eso, las mañanas de cada martes celebro inquieto el ritual de abrir mi buzón de correo para saber si logré motivar los comentarios interesados de alguien sobre mi columna del día anterior. No pretendo negar una dosis de ego (igual que mis hijos, también come mucho), pero en el fondo lo importante es compartir con los demás una manera de ver la vida y retroalimentar esa propuesta con sus destinatarios, con las perspectivas siempre enriquecedoras de quienes ofrecen nuevas razones para sumarse a una idea, o bien para rechazarla. Me lo dejó muy en claro Carlos Miguel Acosta Bravo: un artículo editorial no es útil si no despierta emociones en sus lectores.
En la era postmoderna de la “tecnotrónica” la opacidad informativa pierde terreno y aunque aún es evidente el gran control informativo sobre ciertos temas, ahora es relativamente más difícil engañar y relativamente más sencillo descubrir –y desechar en automático— un texto propagandístico lleno de loas, ataques sin fundamento y/o exageraciones. Lo que uno escribe, o lo que calla, o lo que distorsiona, será tamizado por lectores informados que no tendrán empacho para poner las cosas en su sitio. Y como bien me dijo Gloria Friscione de Pérez Jácome: “Si se trata de escribir mentiras, mejor no escribir…”. De modo que realidad y ética constriñen al editorialista para ser sincero y lo más objetivo posible.
Hay que ser moderados con la crítica. Es prioritario señalar yerros y proponer opciones pero uno está muuuuuuuy lejos de la perfección, humanamente imposibilitado para saber todo sobre todo, por lo que el papel de pontífice no le viene casi a ningún contemporáneo (enfatizo el “casi”). Como aprendí de don Edmundo López Bonilla, los críticos suelen ser personas que han fracasado en sus empeños y se “encarnizan” con los demás. Y justamente, si de algo está ávida, urgida y suplicante la sociedad contemporánea, es de una tolerancia racional e incluyente que no se consigue con acidez ni amargura, por eso el equilibrio y la mesura son esenciales.
Hay que escribir lo mejor que se pueda, cuidando las reglas, usando las palabras adecuadas y procurando un estilo que no aburran, que hagan entendible y preciso el mensaje y que den congruencia y consistencia a lo que se expresa. Por eso no son pocas las horas –a veces 4 o 5— que me exige un pequeño texto de menos de dos cuartillas. Bien dice José Ortiz Medina: afortunado el que tiene que escribirlo una vez por semana y no diariamente, como los profesionales.
Nunca me han pagado un centavo por mis editoriales pero empiezan a convertirse en una gran fuente de riqueza, aunque no sea material: tengo la convicción de que alguno de ellos me ha sido causa de una difícil complicación profesional, pero en cambio, todos me han permitido ordenar mis ideas y aprender de mucha gente lúcida y generosa. Estos editoriales han sido liberadores para mí en más de un sentido; estoy convencido de que así sea un lector interesado el que me favorezca, habrá sido de provecho.
Entiendo que para eso se escriben editoriales. Ojalá que esté en lo correcto.

antonionemi@gmail.com

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