viernes, 11 de abril de 2008

Estampas Municipales

Pedro Manterola Sainz
Hoja de Ruta

El funcionario electoral destila arrogancia. Dice trabajar en el Ayuntamiento, finge hacerlo para la Presidencia Municipal, y sin embargo parece sentir que fue puesto ahí por designio celestial, por algún obsceno e inexplicable antojo de los dioses, dioses extraviados de los que se sueña representante. En realidad, su origen celestial se reduce a ser uno más de los hijos de la divina garza, ese animal tan bello como ponzoñoso que destruye a sus vástagos haciéndolos adoradores y enemigos de sí mismos.
El interlocutor del volátil funcionario repite su solicitud: “Hay que hacer el sorteo para asignar colores. Tienes que hacerlo en presencia de los candidatos de cada comunidad… Van a impugnar si no es así…”. El funcionario, disfuncional, sonríe con una mueca que pretende ser irónica, juguetona, y que resulta patética, repelente, en sus labios. “Con 50 mil puedo hacer que tus candidatos saquen el color que me pidas…”, suelta, quitando por fin la mascarita sagrada de su rostro. “Con 50 mil podría hacer ganar a los candidatos que quisiera”, responde el interlocutor, harto de las maniobras del nefasto burócrata. Grotesco, la sonrisa se congela en su achatado rostro, y dice “Sólo bromeaba”, en intento fallido por impedir que su descaro se vea tan natural. No bromeaba, obviamente. Y el sorteo resultó impugnado.

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Todos los actores políticos dicen respetar al que manda en Veracruz. Pero su forma de manifestarlo es, por decir lo menos, vacilante. “Que no se meta nadie”, dice el Ejecutivo en referencia a la elección de agentes y sub agentes municipales. “Que no se meta nadie”, repite el órgano legislativo, plácidamente priísta, responsable y árbitro del proceso. “Que no se meta nadie”, dicen todos, y parece la voz de arranque para que precisamente todos quieran hacer de la elección de autoridades comunitarias la avanzada de sus ambiciones sucesorias.
En cualquier municipio sucede. La Junta Electoral es el lugar donde se delatan todos. Auténtico borrico de Troya, el órgano es muchas veces encabezado por un abogado mediocre, subalterno de un funcionario afín, es decir, también mediocre, donde por lo regular los acompaña un representante de la legislatura que se presume muy inteligente y no pasa de ser listo. Este personaje se sueña más como secretario el próximo trienio que como garante de la convocatoria, de la ley, de la democracia municipal y de sus practicantes. Opera de acuerdo a las ambiciones e intereses del pre-pre-pretendiente más acelerado rumbo al 2010, lo mismo para sumar incautos a su causa que para entorpecer y filtrar las acciones del órgano al que pertenece, en menoscabo de la dignidad del Poder que presume representar. Habla mal y con desdén de los miembros del Ayuntamiento, en particular del Alcalde, pero nunca de frente, solo en privado, con sus feligreses de hoy que mañana serán cómplices, funcionarios, diputados locales y agregados culturales. Mientras tanto, el pre-pre-pretendiente al que algunos dócilmente se resigan desde hoy a ver como “el bueno”, saluda en público al alcalde.

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El camino es ancho y tiene asfalto a pedazos, pero el calor es parejo. Sentados en dos banquitos de madera, los hombres platican, se acaloran, ríen, intercambian groserías como saludo o para enfatizar sus palabras, pero nunca como insulto. A menos que hablen de un tercero, y que ese tercero lo merezca.
Uno de ellos toma una cerveza que nomás con verla quita la sed. El otro mece en sus manos una botellita de agua que parece muy sana, pero no apetecible. No a esa hora, ese día, con ese calor. Uno de los hombres, el de la cerveza, al que el otro dice “candidato”, muestra su enojo y desconcierto. “¡¿De que se trata?!”, pregunta, exige una respuesta.
El alcalde lo aprecia, lo estima. Eso lo hace sentirse “gente” del presidente. Pero el candidato dice que desde el Palacio Municipal un pequeño burócrata recién encumbrado tiene sus propios candidatos, su propia “gente”, su proyecto personal al margen del presidente. Exhibe lo que en su opinión prueba la ineficacia y deslealtad del oneroso oficinista. Da fechas, horas, lugares, recursos, apoyos, desvíos, nombres. Parece que tiene razón. Y la impotencia lo desespera, la desesperación lo confunde, y la confusión lo aniquila. Ha intentado exponer sus argumentos. Pero el oneroso burócrata se muestra intransigente, lo que él presume como firmeza. Solo escucha aduladores que fingen decirle a todo que sí. Otra cosa es si tiene razones para creer que es infalible. No importa. “Su” gente siempre se las da.
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El funcionario electoral sabe lo que es ilegal, aunque no entienda lo que es ilegítimo. Registró a un candidato con un acta falsificada. ¿Cómo fue eso? Ah, pues el candidato espurio, este sí, es pariente de un funcionario de un municipio vecino. Y el funcionario vecino pidió el favor al burócrata local, favor que pagó en efectivo pero que cualquier día le será cobrado en especie. Ahora, el empleado electoral, el de las sonrisas como muecas, el filtrador, lo mismo fisgón que charlatán, se niega a aceptar el registro de un candidato recomendado por un edil. “No me importa, no es originario de ahí”, pontifica, amnésico, el mismo que permitió un registro a sabiendas de que le presentaban como bueno un documento falso.
“Regístralo, y si lo impugnan se cae… No seas mamón.”, sugiere un individuo presente en la discusión, que le pide que no sea precisamente lo que es. Después de varios minutos de una pintoresca discusión, dónde la ley es invocada y violada alternada y sistemáticamente, el extravagante oficinista accede. “Pero no procederá. Yo me encargo”, dice, presuntuoso.
“¿Y por que si eres taaan “derecho” no “tumbas” al del acta falsa?”, pregunta, entre dubitativo y hastiado el testigo. “Porque ese es nuestro….” dice el burócrata electoral. “¿Nuestro? ¿De quienes? Este es de un edil”, responde el otro. “A mí los ediles me valen madres…”, escupe el burócrata, convertido súbitamente en hombre y bravucón. “¿Todos los ediles?”, tira el individuo, malicioso. “¡¡Todos!!”, evacua, vocifera, casi en un aullido, el hombre de voz descolorida que intenta sonar firme. “¿Hasta el acalde?”, cierra su tendal el interlocutor del oficinista. Mancillado, el burócrata se descompone aún más. Dice ser hombre de leyes y olvidó que el Presidente encabeza el Cabildo. Intenta responder y no sabe, no tiene que decir. Al fin descubierto, tirada en el suelo la máscara, balbucea un intento de réplica que solo exhibe su nivel mental. Algunos de los presentes sonríen, hablan de otra cosa, disimulan su burla, fingen no sentir desprecio. El testigo se despide, saluda de mano al candidato. “Suerte”, le dice. “A ti no te deseo suerte, porque abusas”, le suelta al oficinista que perdió el habla y que intenta acomodarse la máscara. No puede. También la perdió.
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La elección de Agentes y Sub-Agentes Municipales solía ser un ejercicio más o menos democrático en el que los vecinos de alguna comunidad elegían libremente a quien sería su representante ante el Ayuntamiento, a veces ante el Gobernador y casi nunca frente a las autoridades federales. El elegido compartía liderazgo y prestigio con el Comisariado Ejidal, con el maestro de la escuela y con el cura, cuyas esporádicas pero efectivas visitas trazaban el camino de la moral quebrantada semana a semana.
Gestionaba obras, servicios, bienes, material deportivo y permisos. Organizaban bailes, tardeadas, jaripeos, cuadrangulares y rifas. La vida transcurría con pequeños avances que iban dando forma y rostro a cada ranchería, ejido, congregación, poblado y barrio. La escuela, la capilla, la pequeña clínica, todo era hecho a plazos y en etapas. Del trabajo y los avances de cada obra nacía, permanecía o moría la buena fama y prestigio de la autoridad, tanto como su afecto o su desprecio por alcaldes y gobernadores.
Pero llegó el dinero, las complicidades, los partidos y las obras y se perdió el encanto. Hoy, en un espacio destinado al ejercicio democrático más fresco y puro, diputados, pre-pre-aspirantes, secretarios, ediles y burócratas buscan privilegios personales a perpetuidad. Quieren que gane “su” gente, lo que ya de por sí nos habla del sentido patrimonialista que dan a la actividad que practican, y que ellos dicen es la política. Construyen su “avanzada” sin detenerse en el perfil o el prestigio que tengan “sus” candidatos en cada comunidad. No importa que se trate de elegir representantes y autoridades. Ellos reclaman incondicionales.
Desde la antigua liturgia priísta, las elecciones de agentes y sub-agentes municipales son responsabilidad del alcalde. Lo que sucede en el municipio es culpa o mérito del Presidente Municipal, cuyo liderazgo se legitima tanto como lo meritorio de su actuación como gobernante. Desde siempre hubo adversarios, contrarios, envidias, rencores. Ocupaban un lugar enfrente, que podía ser más o menos pasivo y más o menos intenso, pero visible. Entonces llegaron los saltimbanquis, los intereses compraron la ideología y las ambiciones superaron a los aspirantes, y hoy, dentro y fuera de los Palacios Municipales se aprestan enemigos que tienden la mano mientras menosprecian y embisten a los recién llegados.
No tendría porque ser así. Podrían acordar pactos, intercambiar apoyos, unificar candidaturas, sumas esfuerzos. Pero los de afuera se niegan a aceptar lo que son y se sienten superiores a los que están. Ladinos, manipulan a los medios diciéndose sus aliados. Y los medios se manipulan a sí mismos creyéndose muy astutos. En todo caso, tocan partituras ajenas con instrumentos prestados mientras los hacen creer que interpretan obras de su autoría.
Los ansiosos, atolondrados, no recuerdan que su jefe les ordenó a todos consolidar lo que dicen haber ganado en septiembre antes de pensar en las próximas elecciones. Pero las suyas no son aspiraciones. Son una amenaza, obsesiones que avanzan ante la resignación de los débiles y el agasajo de los oportunistas. Tienen que actuar cómo si fueran los únicos, porque saben que no son los mejores. Cómo si el sexenio no llevara más de la mitad. Como si sus sueños no pudieran acabar en frustraciones. Cómo si los triunfos y las derrotas fueran eternos. Como si aquí solo hubiera pusilánimes, convenencieros y conformistas. Y no es así.

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