lunes, 25 de agosto de 2008

Palabras sin reposo, conciencias en descanso

Pedro Manterola Sainz
Hoja de ruta

En Martínez de la Torre, como en cualquier pueblo y ciudad, hay lugares y momentos en los que se discute y se habla de cualquier cosa, trascendente o no, cierta o falsa, que ocupa momentánea o permanentemente nuestro interés. En un consultorio, una cantina, una peluquería, una estética, un café, un restaurante, una banca del parque, una tienda de abarrotes, una partida de cartas, una mesa de dominó, una oficina o una banqueta, las palabras fluyen sin reposo y nuestras conciencias retozan sin descanso. No se para de hablar y en ese enjambre de palabras a veces tampoco se piensa lo que se dice.
Quien acompaña o participa de una charla entre amigos o conocidos, puede o no razonar lo que ahí se escucha, puede o no compartir opiniones, puede disfrutar de una charla entretenida e inteligente, o aburrirse de oír siempre lo mismo, escuchar azorado mentiras descaradas, recibir confesiones extravagantes y descubrir perspectivas insospechadas. Es posible también divertirse entre interlocutores con chispa, resignarse a perder tiempo y paciencia con predicadores, charlatanes y parlanchines, o padecer a uno de esos habladores tan predecibles que aunque hablen de cosas distintas, siempre suenan iguales.
En una conversación se puede ser impertinente, pedante, exagerado, embustero, necio, inoportuno, incauto o torpe, y nunca quien lo es estará dispuesto a aceptarlo. También hay quien adopta una actitud amable, informada, clara, sencilla, respetuosa, observadora, aguda e inteligente. Sin embargo, para los estridentes y los vanidosos no es saludable ni conveniente contar con interlocutores de tan buen talante.
Se habla de lo que sea, casi siempre frente a quien sea. Lo mismo de astronomía que de astrología, de arquitectura, de futbol y de política, con falso recato de la vida propia y con morboso placer de las vidas ajenas, con superficialidad de ferias y festivales, de mujeres, adversarios, fiestas, delincuencia, equis, zetas, aborto, deudas, casas, comidas y viajes, de negocios, ranchos, trabajo, amigos, periodistas, gays y bandoleros. Se habla porque se sabe o porque se quiere saber, se contesta con información, datos y argumentos o con presunciones, chismes, bravatas y especulaciones.
El hecho de que cualquiera pueda entrar a este tipo de tertulias es tan democrático, ameno y prometedor, como fastidioso y lamentable, porque al tener todos el mismo derecho, al poder hablar cualquiera de cualquier cosa, se puede escuchar precisamente eso, cualquier opinión, certera o desinformada, válida, puntual, prejuiciada o ponzoñosa, cualquier afirmación, elogio, ponderación, descalificación, condena o exageración, incluso sin que venga al caso, sin saber del tema o en ausencia del aludido, casi siempre también el agredido. También, es cierto, se dan opiniones centradas, inteligentes, agudas, juiciosas, informadas. Pero los necios no quieren escucharlas ni permitir que las escuchen los demás.
Otros acompañan sus dichos de vaga referencias para dar credibilidad a sus palabras. “A mí me lo dijo Zutano, que es muy amigo de Perengano”, sueltan, como si el nombre de un tercero hiciera más creíbles sus palabras. Y así, se escuchan reseñas de todo tipo para hechos, vidas y andanzas ajenas: “Ese anda en negocios chuecos”; “Zutano dijo que eres un pende…. “Por favor, no se lo digas a nadie……¿Y ese pende…. qué sabe?”; “Fulana dice que su casa es más bonita”; “Ese anda coludido con los malandrines del Golfo”; “Perengano dice que su fiesta fue más grande”; “Barrabás quiere ser presidente”; “Gamborimbo es amigo de un primo del gobernador”, y así, hasta la náusea. Nadie aclara si Zutano es creíble y cabal o nada más envidioso y chismoso, nadie aporta datos de los “negocios chuecos”, a nadie importa si el “pende…” es o no es y si lo es más o menos que nosotros, si “Nadie” somos todos, si Fulana se fija o no en las casas ajenas, si los malandrines del Golfo son narcos o jaraneros, si Perengano se preocupa tanto del tamaño de las cosas o si de ese tamaño son sus complejos, si Barrabás viene a ver si puede o porque puede viene, y si Gamborimbo tiene esos amigos o si ni amigos tiene.
Si precipitamos juicios y pregonamos prejuicios, confundimos lenguaje con habladurías y verdades con figuraciones. Casi nunca hay antecedentes, fundamentos, números y hechos que sustenten las palabras. Son vanidades, conjeturas, predicciones, rencores, suposiciones, provocaciones, sospechas, deseos… Y aunque es sabido que se trata de jugar al teléfono descompuesto, hay quien le da a su propia voz la certidumbre que para algunos tiene la palabra divina.
Siempre es grato escuchar el aplomo, la seguridad, los pormenores y detalles del que sabe, por experiencia o por estudio, universitario o autodidacta, sin interrumpirlo con los alardes de nuestra ignorancia, asediándolo con la cautela de nuestras dudas. El experto entiende que no siempre discernimos ni conocemos de lo que hablamos, y por lo tanto a veces no sabemos lo que decimos. Pero comparte lo que es y lo que sabe con paciencia y sencillez. Han dedicado su vida a saber, a conocer y a entender, y comunican experiencias y conocimientos con la naturalidad del auténtico sabio, del conocedor, del experto que no necesita ni busca aplausos.
Los pretensiosos, por otra parte, son reconocibles de inmediato. Cambian y suben el tono de voz, enderezan la espalda, se ponen ceremoniosos y hablan de cosas que apenas conocen como auténticos veteranos de guerra, como si supieran lo que dicen. Dan referencias sin origen verificable, pero con el tono del conocedor, con la certeza del estratega, del enterado, con la petulancia del que presume saber lo que ni siquiera entiende. En ocasiones, cuando perciben que el de enfrente sabe menos que ellos, dictan peroratas en un tono que le da a sus palabras el aire de verdad que no tienen por sí mismas.
También los hay que hablan solo después de atribuir a otros lo que van a decir, lo que les permite poner certidumbre ajena a sus palabras. Al hacer una insuficiente referencia a alguna autoridad en la materia, buscan dar un halo de superioridad a sus afirmaciones. Así, atribuirle nuestras opiniones a López Dóriga le da a nuestras expresiones el aura de haber salido al aire en horario estelar; para hablar cómo “pambolero” del América, Erickson y Leandro basta con escuchar al “Perro” Bermúdez y haber jugado con Melquia, y para querer ser candidato, dirigente o funcionario es suficiente haber votado del 2000 al 2007, prometer que lo haremos en 2009, 2010 y 2012, decir que Fox se equivocó, que a Colosio lo mató Salinas, que Fidel es una “piola” y que Peña Nieto va a ganar en el 2012.
También se pueden improvisar, defender, inflar, construir y destruir nombres, logros, prestigios, famas y reputaciones. Puede ser con hechos evidentes e indudables, o incluso existir pruebas que desmienten lo que se dice, pero más que los datos duros y el sentido común, nos interesa la estampa creada después de trazar mil veces medias verdades o mentiras completas.
En esos casos, la intención es desfigurar los hechos y encontrar un oráculo que nos invente un pasado ilustre, respetable, y desde ahí profetizar un futuro sublime, grandioso. Esa es la receta de cualquier deslumbrado aspirante a político: la evaporación de las contradicciones, la invención de los argumentos y la mezcla aleatoria de apariencias, capacidades, ambigüedades, pretensiones, caprichos, carencias y fortunas, para dar forma a los espejismos.
En todas partes, incluso aquí, se han dado casos de presidentes, alcaldes, gobernadores, funcionarios, regidores, comerciantes y empresarios que primero pagan para que se hable y se escriba bien de ellos, luego se envanecen con sus palabras, dramatizan sus logros, embellecen y retocan su biografía, y al final quieren hacernos creer que es verdad lo que ellos mandaron a decir de sí mismos. Y así cualquier sacristán se siente Papa y cualquier monaguillo ofrece bautizos. Todos quieren y cualquiera puede ser delegado, presidente, alcalde, secretario, diputado, coordinador, síndico y/o regidor. Y, a la vista de los hechos, así es, cualquiera puede ser cualquier cosa. O aspirar a serlo. Y así cualquiera se puede volver loco y es en ese punto donde todos nos podemos equivocar.
Cuando se habla de política la cosa adquiere tintes más coloridos y matices a veces tragicómicos. En un país donde no sabemos leer y donde las noticias llegan en cápsulas arbitrarias de 2 minutos, hablamos con tono de experto de asuntos de los que sabemos poco y entendemos menos. Podemos haberlo leído en el Teleguía, tal vez lo soñamos, lo imaginamos o lo escuchamos de pasadita en una tele prendida, en la mesa de al lado, de boca de cualquier chismoso o en el noticiero mientras le poníamos más crema a los tacos, pero nuestras opiniones tienen el tono de la verdad inmutable. Y aunque hayamos ido a Plaza Verde solo de mirones, hablamos del “Partido” como si fueramos herederos de Colosio. Y no importa que el Peje con su innecesaria rudeza extermine la presencia electoral del PRD, la cosa es confundir firmeza con intolerancia para censurar la “privatización” de Pemex, aunque no sepamos ni queramos saber nada de la reforma energética. Y ya no hay panista que vibre por santificar a Fox, pero siguen soñando con “guanajuatizar” al país. Y todos queremos ser candidatos porque pagamos una inserción alabando nuestro nombre, nos saludó un paisano que es funcionario, tenemos un amigo “mero arriba”, nos aceleró un oportunista que se dice cuate o nos llevamos de beso con la Secretaria del PRI. Y solo con pasar frente al Palacio Municipal se multiplican los diagnósticos, se dividen las versiones y se suman opiniones, todas contradictorias, se amotinan los ediles, se divierten los panistas y se alejan los ciudadanos.
La generalización es injusta porque hay quien vive al margen de estas mezquindades. Lo cierto es que en política, la familia, los amigos, los negocios o el deporte, casi todos sabemos lo que tienen que hacer los demás y lo que más le conviene al otro. Y cualquiera se equivoca, menos nosotros. Creemos en nuestros prejuicios como doctrina, certificamos como cierto lo que nos conviene, censuramos lo que nos delata, perjudica o desmiente, así sean hechos palpables, y descalificamos al que nos contradice, sin importar que tenga la razón.

No estamos hechos para debatir, argumentar y convencer, sino para aparentar, doblegar y derrotar. Nos complacen los presuntos errores del otro más de lo que nos enorgullecen las inciertas virtudes propias. Nos interesa más la derrota ajena que la victoria personal, los pecados distantes e imaginarios más que nuestras faltas cercanas y visibles. Como si alguien nos hubiera nombrado guardianes de las buenas costumbres, escoltas de la verdad imperturbable, almas puras, estrictos vigilantes de honras ajenas, sin aceptar que no somos más que pecadores de conciencia flexible.
“Hablas por ti”, dirá algún hipotético lector, sin darse cuenta de que con su afirmación ratifica lo que digo. Todos sabemos la verdad, todos tenemos la razón y conocemos más de la vida de los demás incluso que ellos mismos. Somos jueces implacables de faltas imaginadas y expectantes sabuesos de conjeturas. En lugar de actuar como tolerantes pobladores del mismo desconcierto, somos replicantes de la discordia, inquilinos egoístas en el mismo infierno. Y así nos va.
pmansainz@hotmail.com

No hay comentarios: