lunes, 25 de agosto de 2008

Policía


Juan Antonio Nemi Dib
Historia de Cosas Pequeñas

Cualquiera que se pregunta cómo fue posible que México llegara a una situación de inseguridad y violencia como la que estamos enfrentando concluye –con toda razón— que la carencia de una policía eficaz, honrada y confiable es una causa esencial del enorme problema. En la misma medida en que crece la presencia de los malos, con sus arbitrariedades, con sus agresiones a la paz pública, su absoluta falta de respeto por vida y la integridad de las personas inocentes, su continua siembra de terror y sus agravios a gente de bien que vive y trabaja dentro de la ley, se hace más notoria la orfandad que se resume con precisión en la angustiosa llamada para el Chapulín Colorado: “y ahora… ¿quién podrá defendernos?”
La gravedad de la crisis se acrecienta porque buena parte de los delitos son cometidos por ex policías y ex militares e incluso, por miembros activos de las corporaciones de seguridad. Todo esto se convierte en una patología a la que la sociedad se acostumbra, pero que no por ello es menos absurda y ruin: hay que cuidarse de los propios policías porque es un hecho cierto y posible que el contacto con ellos resulte más perjudicial que beneficioso. ¿Cuántas veces se extravían definitivamente los botines recuperados?, ¿cuántas veces hay que hacer contribuciones económicas a los “guardianes de la ley” para que “avancen las investigaciones”? Si la frontera entre el bien y el mal es de por sí sutil, en estos casos suele difuminarse hasta convertirse casi en invisible, haciéndose muy difícil, identificar a los que están en cada bando.
También es sabido que existen decenas de casos en los que los presuntos criminales alcanzan su libertad casi inmediatamente gracias a fallas procesales, a consignaciones deficientes o vacíos legales o a francos actos de corrupción de procuradores e impartidores de justicia. Por eso, algunos expertos afirman que 9 de cada diez infracciones legales permanecen absolutamente impunes, aunque se trate de cosas gravísimas como asesinar a las víctimas, después de cobrar los rescates pactados por liberarlas.
El resultado crítico de todo esto es que las víctimas prefieren no denunciar los delitos que sufren porque presumen: a) que no obtendrán beneficio alguno de su denuncia, b) que denunciar probablemente hará las cosas más complicadas y c) que es muy poco probable que los delincuentes paguen las consecuencias de sus actos.
Sin embargo, detrás de todo esto subyace un delicado problema de análisis que, de no asumirse correctamente, no sólo no facilitará que superemos esta circunstancia nacional (que algunos no dudan en considerar ‘guerra civil’) sino que muy probablemente la complicará: la mejora de las corporaciones policiales (o incluso la creación de nuevas corporaciones, con un perfil profesional más adecuado y confiable) es necesaria –vital— y urgente, pero está lejos, muy lejos, de ser la solución integral de este conflicto. Aquí algunas reflexiones al respecto:
1.- Más que una profesión, en México el de policía es un oficio residual. Me explico: antes de que las estadísticas la convirtieran en una ocupación peligrosísima, con alto riesgo de muerte, la de policía ya era una chamba más despreciable que respetable; la sociedad mexicana, históricamente, ha malquerido a sus policías. Me dirán con razón que dicho descrédito se ha ganado a pulso, pero la ecuación tiene otro componente aún más profundo que los policías abusivos: el policía, por naturaleza, es sinónimo de cumplimiento de obligaciones, de justicia y de consecuencias, cosas que no necesariamente apreciamos; no nos gusta que una autoridad nos imponga ciertas conductas y, especialmente, somos refractarios a que nos sancionen.
Los salarios dramáticamente miserables –algunos por debajo del nivel de pobreza— que recibe la mayor parte de los policías de este país no responden sólo a un problema de escasez, tienen que ver con la poca importancia que dicha actividad significa para la sociedad. Por lógica y sentido político, cualquier presidente municipal pavimentará una calle antes que aumentar los sueldos de sus gendarmes, es lo que socialmente se le demanda y parecería loco si hiciera lo contrario.
Consecuentemente, son muy pocos los que se convierten en policías por auténtica vocación, sabiendo que estarán lejos de contar con prestigio social, que castigarán a sus familias con muy bajos ingresos –y mala calidad de vida—, sabiendo que es muy probable que, por cumplir su trabajo, acaben procesados o sancionados y, peor aún, muertos. Con frecuencia, “entran de policías” quienes no tienen otra opción en el mercado laboral.
2.- No son mayoría, pero existen policías honrados, comprometidos –quijotes, en pocas palabras— que creen en su oficio y asumen su responsabilidad, al costo que sea. Las más de las veces, estos individuos (hombres y mujeres) carecen de medios de trabajo (incluyendo equipo, capacitación, viáticos) y se enfrentan a un sistema legal deficiente y plagado de complicidades, pero sobre todo a la incomprensión de la sociedad a la que deben defender, muchas veces a pesar de ella. Por supuesto, son repudiados por sus propios compañeros que se benefician de las malas conductas.
3.- El gran problema sigue siendo la carencia de una cultura de legalidad, la ausencia de respeto a los demás y cumplimiento de los deberes cívicos como valor de la convivencia. Es mucho más fácil, más seguro y más cierto (aunque más tardado y menos espectacular) apostar a que no se cometan delitos que a perseguirlos. Seguir sólo por el camino de los súper policías contra las grandes mafias será una carrera sin fin, en la que los malos siempre tendrán ventajas, porque pueden matar y no necesitan ajustarse a las leyes para hacer su trabajo. También es cierto que no podemos esperar una generación a que las cosas se compongan.
Necesitamos buenos policías, pero también buenos ciudadanos, respetuosos de la ley. Será mucho más rentable para las próximas generaciones.

antonionemi@gmail.com

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