lunes, 29 de septiembre de 2008

Educando

Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas

Las cifras son implacablemente crueles, incluso aquellas que provienen de fuentes oficiales en el gobierno y en los sindicatos magisteriales y que se supondrían más benévolas. Aquí una muestra:
Durante el ciclo escolar 2004-2005, se inscribieron en las escuelas mexicanas 30.5 millones de niños y jóvenes (sin contar la educación superior), pero en promedio, cinco de cada cien abandonaron los estudios antes de terminar el curso. La ‘tasa neta de matrícula’ hasta el nivel secundario en México fue del 65% contra el 77.8% de Brasil, el 79.1 % de Argentina, el 81.8% de Chile, el 87.2% de Cuba o el 94% de España.
Para el ciclo 2005-2006, el índice nacional de deserción creció: 1.3 en primaria, 7.7 en secundaria, 15.7 en bachillerato y 23.9 en profesional técnico. El reporte de eficiencia terminal que ofrece el INEGI para el mismo lapso es más dramático: 8.2% de los estudiantes no concluyeron la educación primaria, 21.8% abandonaron la secundaria, 40.4% dejaron sin concluir la preparatoria y 52.4% desertaron del nivel de profesional técnico.
La conclusión más visible es que, a mayor nivel educativo, mayor fracaso de estudiantes, pero no es la única: estas cifras demuestran que está lejos de cumplirse el mandato constitucional que hace obligatoria la educación básica y que desconocemos cuál es el destino en el mercado laboral y el proceso de inserción social de aquéllos que se ven forzados a truncar sus estudios.
Las insuficiencias del sistema educativo afectan mayormente a las personas más vulnerables: entre los indígenas mexicanos de 15 años o más, el 21.5% de los varones carecen por completo de instrucción, mientras que lo mismo ocurre al 36.2% de las mujeres. Esto plantea un problema irresuelto de cobertura. En cuanto a resultados, durante el curso 2004-2005, de un total de 15.2 millones de niños inscritos en primaria, 1.4 millones reprobaron el año; de 5.9 millones inscritos en secundaria, 1.5 millones reprobaron el curso; respecto del bachillerato, casi un millón (¡el 33% de los matriculados!) reprobó algunas materias o todo el programa. ¿Cuántos de los que aprobaron lo hicieron de “panzazo”? ¿Malos alumnos?, ¿maestros deficientes?, ¿falla general del sistema?, ¿cuánto cuestan al país estas reprobaciones?
De acuerdo con la Secretaría de Educación Pública, en el año 2000 México tenía 6 millones 55 mil analfabetas (9.2%) y en 2008 hay “sólo” 5 millones 915 mil mexicanos que no saben leer ni escribir, un 1.3% menos que hace ocho años. La cifra de la UNESCO es un poco mayor y cuestiona la información de la SEP. El organismo internacional para la educación y la cultura asegura que la cantidad de de mexicanos que no sabían leer y escribir en 2006 era de 6.04 millones, el mayor número de iletrados en América Latina, después de Brasil. Aún aceptando las estadísticas gubernamentales de analfabetismo, sean exactas o no, al ritmo actual se requeriría de unos 30 años para erradicar esta que constituye una de las peores formas de injusticia, exclusión y discriminación, dando por hecho que la mayor parte de nuestros analfabetas tienen más de 40 años y muchos morirán antes de saber escribir. Luego está el tema del analfabetismo funcional, al que los investigadores sólo pueden hacer aproximaciones, más o menos subjetivas: el de los millones de personas que han abdicado de la facultad cognoscitiva que ofrecen la lectura y la escritura, porque debido al desuso de dichas habilidades, perdieron la capacidad para escribir y para leer que alguna vez tuvieron.
Las evaluaciones internacionales, especialmente las de la Organización para la Cooperación Económica y el Desarrollo (OCDE) no son precisamente favorables para México: en el tema de “medición de capacidades” nuestras calificaciones resultan pobres en lo que toca a la enseñanza de matemáticas y ciencias; las pruebas aplicadas concluyen que los estudiantes mexicanos aprenden sólo para memorizar y reproducir conocimientos, pero están mal preparados para el mercado laboral. La ortografía y la gramática tampoco son las mejores prendas de nuestros educandos.
Pero por sí mismos, todos estos datos no son suficientes para un juicio sereno y justo de nuestro sistema educativo. Queda por evaluarse ya no la calidad y los contenidos de los programas académicos (incluyendo los libros y materiales didácticos en que dichos programas se apoyan) sino la cobertura completa y oportuna de éstos. Y le doy la vuelta al tema de los contenidos porque no hay discusión más ideologizada y explosiva que esa (¿educación sexual en las aulas?, ¿clases de religión?, ¿es un mito el de los Niños Héroes?).
También queda por estudiarse a fondo el cumplimiento de los calendarios escolares (generalmente más reducidos en México que el promedio mundial), incluyendo el impacto de las suspensiones de clases debidas a juntas académicas, asuntos gremiales, conflictos político-educativos e, incluso, contingencias climáticas. ¿Siguen perdiéndose días de clase porque algunos maestros deben ir a cobrar el importe de sus salarios pagados con los obsoletos y vulnerables cheques impresos?
Queda por saberse si los niños y jóvenes mexicanos son felices dentro de sus escuelas y además de los conocimientos técnico-científicos reciben lecciones para la vida, particularmente las que estimulan la buena convivencia y arraigan los valores cívicos que hacen viable a una comunidad, incluyendo en primer lugar el respeto a los demás en su integridad, en sus ideas y en sus bienes. ¿Contribuyen nuestras escuelas a fomentar en sus alumnos el amor a México y el compromiso que implica formar parte de la Nación? En pocas palabras, será necesario saber si nuestro sistema educativo contribuye a formar –junto con las familias, desde luego— buenos ciudadanos, hombres y mujeres de bien.
Igualmente, aún queda por evaluarse si el perfil de los egresados de todos los niveles responde a las necesidades de la sociedad, que hace un enorme esfuerzo para costear sus estudios. Sin embargo, cualquiera que sea la respuesta a esta pregunta ya sabemos que no se trata de un asunto de dinero: en México crece el gasto educativo, pero no la calidad de los estudios: de 1990 a 2005, el tamaño de los recursos invertidos aumentó de 4% a 6.9% del PIB, superando en porcentaje a Francia, Australia y Japón.
Pero todo esto tendrá que esperar. Por ahora, los maestros de Morelos (y de otros estados) tienen cosas más importantes que hacer, como proteger el derecho “legítimo” a vender sus plazas laborales al mejor postor y a impedir que se apliquen exámenes de oposición para plazas nuevas y ascensos. Es ésta una tarea tan ardua (bloqueos, mítines, manifestaciones) que les ha impedido acudir a dar clase, pero no hay problema; ellos saben que así, con su ejemplo, defendiendo causas tan patrióticas, igual están educando a sus alumnos, aunque no haya clases.

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