lunes, 9 de febrero de 2009

Demócratas

Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas

Con profunda gratitud por
las invaluables muestras de afecto
y solidaria compañía.


Incluso una revisión muy superficial de las distintas formas de organización política invita a concluir que los sistemas democráticos –basados en el voto ciudadano universal, libre y directo— y representativos –en los que el poder público se constituye mediante una delegación de potestades entre mandantes (el pueblo) y mandatarios (las autoridades legítimas)— son la mejor manera de evitar abusos y lograr gobiernos más cercanos al interés general.
En una democracia los ciudadanos cuentan con un conjunto de derechos que, al menos teóricamente, son protegidos por todo el sistema institucional y quienes administran la fuerza coercitiva del Estado y están encargados de gastar el dinero de todos (los recursos públicos) están sujetos –también teóricamente— a controles y límites, además de que son –deberían ser— legalmente responsables por sus actos y por lo que de éstos resulte.
Sin embargo y a pesar de sus claras ventajas sobre otras modalidades de organización política, las formas democráticas de gobierno están lejos de ser perfectas y no son pocos los analistas que hablan de insuficiencias, debilidades, problemas estructurales y hasta crisis de los sistemas de representación popular, de los sistemas de partidos e incluso, de los mismos procedimientos de elección.
Con todo y eso, en la cultura política mexicana se arraigó la convicción de que muchos de los problemas del país eran causados por el sistema de partido hegemónico y la permanencia prolongada del PRI en el poder. Por esa razón, buena parte de la sociedad apostó con gran optimismo a un proceso de transición ordenada y pacífica que permitió el triunfo del Partido Acción Nacional en las elecciones del año 2000.
Frente a los resultados concretos, reales y objetivamente medibles, es probable que la evaluación de dicho cambio de gobierno hubiera generado entre la gente una frustración inversamente proporcional a la expectativa y las esperanzas que produjo la llegada al poder de un partido distinto al tradicional, dado que a nueve años de distancia no estamos precisamente mejor en casi ningún ámbito de la vida nacional. Pero lo cierto es que muchas personas confiaron en que la alternancia –erróneamente equiparada con democracia— era por sí misma la llave de muchas puertas, la solución automática de conflictos y rezagos.
Esta convicción de la democracia como solución total parecería servir como justificación para que se gasten decenas de miles de millones de pesos (tantos que se considera que el voto de un ciudadano mexicano suele ser el más costoso del mundo) en el mantenimiento y operación de un gigantesco aparato electoral que, también teóricamente, debe garantizar la imparcialidad, la transparencia, la equidad y, sobre todo, la certidumbre en los resultados de las elecciones.
El hecho de que casi todos los comicios terminen en los tribunales y algunos partidos (aún si están en el poder) tengan como tradición impugnar los resultados de aquéllos en los que son derrotados, el que continuamente aparezcan evidencias de manipulación de los electores y compra de votos por parte de tirios y troyanos, el que cada año prácticamente todos los partidos sean sancionados por irregularidades y excesos en sus gastos y violaciones a las leyes, y la utilización de los programas de gobierno con fines proselitistas entre otras debilidades del sistema, son hechos que ponen seriamente en duda que realmente se esté cumpliendo con el propósito de convertir a México en una democracia ejemplar e incuestionable.
Pero no solo eso: la dramática confesión del ex presidente del Consejo del Instituto Federal Electoral, Luís Carlos Ugalde, en el sentido de que les fue imposible –a él y a la institución— impedir la burda intromisión del Presidente Vicente Fox y su gobierno en las elecciones del 2006, dejan en claro que la democracia plena aún nos queda lejos, sobre todo si reconocemos que este vicio es generalizado y que sigue reproduciéndose, en el nivel federal y con las autoridades de provincia, independientemente de su filiación política.
Además de los mencionados, nuestra agenda electoral –la del futuro, la del proyecto de nación para nuestros hijos, no la coyuntural de los próximos comicios de julio— tiene muchos otros pendientes por analizar, discutir y acometer, con nuevas medidas y condiciones que perfeccionen y profundicen nuestra democracia. Aquí algunos ejemplos de temas aplazados:
A] La posible generalización de la práctica de revocación del mandato, para todos los niveles de gobierno y la representación popular,
B] La posibilidad de abrir las elecciones a todos los candidatos que cumplan con un mínimo de requisitos de elegibilidad, independientemente de que sean o no postulados por un partido,
C] El fin de los “saltimbanquis”, es decir, la obligación constitucional de que los funcionarios y representantes electos que decidan abandonar los partidos por los que fueron electos, abandonen también, ipso facto, las posiciones electivas que ocupan gracias a dichos partidos,
D] La cancelación de los “interruptus”, funcionarios y representantes electos que suelen pedir licencia y abandonar los encargos que recibieron por mandato popular para dedicarse a otras tareas o candidaturas, debiéndoseles impedir el acceso a cualquier otro encargo público en tanto no concluya el término del primero para el que resultaron electos,
E] La discusión sobre la reelección legislativa de la que, por cierto, yo soy partidario, como instrumento para acabar con la tiranía de las burocracias partidistas y las imposiciones barnizadas de reyes y virreyes y para colocar por encima de todo la lealtad de los representantes populares a sus electores, aunque algunos afirman que produciría “inmovilidad”,
F] También están para discusión la permanencia de los enormes y onerosos aparatos electorales, el financiamiento público a los partidos, los ayuntamientos unipersonales y medidas realmente eficaces para impedir que los “listos” de uno y otro signo sigan valiéndose de la miseria o la ambición para traficar con voluntades y votos, además de otros asuntos igualmente importantes. Evidentemente, el camino para ser auténticos demócratas es aún largo y lleno de abrojos.

antonionemi@gmail.com

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