martes, 17 de febrero de 2009

El destino

Juan Antonio Nemi Dib
Historias de cosas pequeñas

“Si hubiera jugado todas las líneas, los hubiera torcido”, dice sin desenfado Ricardo, luego de que la máquina tragamonedas del casino le pagó un premio de 800 centavos que podrían (¿?) haber sido dólares, si se hubiera arriesgado con una cantidad similar de dinero. Chaparrito, moreno, rechoncho y con cara afable, mantiene una actitud que trasluce mucha confianza en sí mismo —quizá demasiada— y la determinación propia de los oaxaqueños.
Sólo la ropa, una discreta pero evidentemente costosa camisa de seda, lo distingue de los miles de mexicanos con rasgos similares a los de él que en lugar de clientes son empleados de casinos y hoteles de Las Vegas, “la ciudad del pecado y la perdición” en la que miles de sueños se hacen y se deshacen a cada instante y en la que muchos ingenuos esperan hacerse ricos sin trabajar, por un golpe de suerte.
Ricardo vive en Long Beach, junto a Los Ángeles, California y, a pesar de que probablemente no llegue a los 40 años, la suya es una vida de éxito, a imagen y semejanza del “sueño americano”. Sus padres y justo la mitad de sus hermanos, siete, permanecen en “el rancho”, una comunidad rural de San Pedro Pochutla; impulsados por la pobreza endémica, los otros decidieron emigrar y lo hicieron progresivamente, cargando con la prole, el metlapil, los miedos, las esperanzas propias de quienes dejan el terruño buscando mejor vida y, faltaba más, las nostalgias: en una familia de 14 hijos hay muchas cosas qué añorar.
Indocumentado de origen, aprendió rápido a manejar vehículos de carga en la ciudad más extensa del mundo, de insufribles y complejas vialidades y se convirtió en chofer de una “Plant Nursery”, un vivero dedicado al cultivo de plantas de ornato. Seis años de subalterno le bastaron para conocer las entrañas del negocio y, con algunos ahorros, independizarse para fundar su propia empresa. Sin embargo, percibió que vender sus productos sólo a las comercializadoras, a las grandes tiendas y almacenes, no era sino convertirse en cautivo de los tiburones, prestos a devorar a quien se deje y tiranizar a sus proveedores, especialmente si se trata de pequeños empresarios como él.
Creo que los que ‘enseñan’ técnicas empresariales (lo que me parece francamente inverosímil, como si la virtud de los grandes músicos se transmitiera por ósmosis a través de una conferencia) llaman a la habilidad de Ricardo “visión estratégica”, pero lo cierto es que se llame como se llame esa destreza que yo considero innata, este oaxaqueño emprendedor volteó los ojos a un nuevo mercado, los constructores y desarrolladores inmobiliarios, que le hacen grandes compras de productos muy específicos y que, con mucha frecuencia, sólo él produce.
Pero no acaba allí esta historia de éxito. Ricardo aprendió a medir a detalle sus costos de producción y ha logrado abatirlos, adquiriendo ciertas flores y plantas “ya crecidas” a precios mucho menores de los que le representaría cultivarlas en sus instalaciones; se da el lujo de escoger los mejores productos y, con todo y eso, la proporción de sus utilidades sencillamente se le duplica. “El precio de mis plantas lo fijo yo –asegura— a mi los grandes clientes no me ahorcan”.
La empresa tiene unos 20 empleados, algunos de tiempo completo y otros a jornada parcial, principalmente mujeres con la pericia y la sensibilidad para un trabajo delicado. Sus vendedores ganan hasta 16 dólares por hora, más del doble del promedio. El vivero funciona con procedimientos y normas que le permiten a su dueño ausentarse, sin que el negocio deje de producir. Una Blackberry –muy parecida a la de Obama— lo ayuda a conseguirlo: en medio de veinte minutos de charla, recibió dos llamadas haciendo pedidos y quizá una decena de correos electrónicos con cotizaciones y especificaciones para nuevos proyectos. Ricardo se ríe: “cuando estoy en el rancho le pido a mis clientes que por favor se comuniquen con el ‘manager’ pero prefieren hablarme a mí y la ‘Black’ no deja de sonar”. Una estampa peculiar, tratándose del hijo de indígenas oaxaqueños que ya empieza a tener algunos problemas con el español (“¿cómo se dice…?, en México le llaman…”), que no reniega en absoluto de sus raíces, pero que aparece plenamente adaptado a los valores y la dinámica de la sociedad estadounidense.
Ricardo tiene claro hacia dónde crecer si quiere permanecer en el mercado: el Valle de San Francisco y el norte de California, en donde espera colocar nuevas sucursales de su negocio, aunque para ello tiene dos grandes retos por delante: la certificación –habida cuenta de que las normas legales son rigurosas en extremo— y el conseguir variedades vegetales capaces de resistir las inclemencias de un clima extremoso y hostil. Pero no se arredra: “estudio todos los días, investigo mucho, diario entro a Internet y me la paso preguntando a los que saben”, afirma.
Detrás de este cuento de hadas hay, desde luego, cientos de horas de esfuerzo, de trabajo responsable, de dedicación y compromiso con un sueño; posiblemente, también haya privaciones y fatigas, habida cuenta de que, como el propio Ricardo lo reconoce, “en Estados Unidos no te regalan nada, hay que pedalearle”.
Dos veces al año viaja de Los Ángeles a Las Vegas, a las reuniones de cultivadores y compradores de plantas, pero esta vez no fue hasta el pecaminoso desierto para trabajar y menos para jugar, sino acompañando a su hija de diez años a una competencia deportiva internacional: “la tengo un poco castigada, dice, porque no se aplica como debería hacerlo”. Asegura que la crisis supera todo lo que se ha dicho de ella y que la economía prácticamente se ha paralizado, especialmente en el sector de más importancia para él, el de la construcción. Sin embargo, su optimismo contagia: “en algún momento estos problemas se acabarán y volveremos a crecer, nada es para siempre”, afirma.
Probablemente Ricardo no torció a la banca del casino, pero sí torció su destino, para bien. Ése es mucho mejor premio, más jugoso. Ojalá que hubiera muchos Ricardos.

antonionemi@gmail.com

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