lunes, 5 de abril de 2010

Consejeros

Juan Antonio Nemi Dib
Historia de Cosas Pequeñas

Había una vez un consigliere. Le habían encargado que protegiera a su jefe, que le sugiriera las mejores rutas, las menos conflictivas, que le ayudara a transitar con la menor cantidad de magullones por las complejas sendas de la política y la administración; oportunamente le advirtieron que su superior poseía cierta buena fe, pero poca experiencia y menos herramientas para un trabajo sofisticado, demandante y lleno de adversidades e incomprensiones como el que tenía a cargo su aconsejado. Para colmo, al jefe le encantaba el chisme y solía confundir éste con la “intriga palaciega de altos vuelos”, dedicándole más tiempo y más energías de lo conveniente.
No habían sido propiamente amigos pero el trabajo que ambos desempeñaban –jefe y consejero— les obligaba a ir juntos en esa aventura y, como suele ocurrir, convertía en comunes sus causas y, bien o mal, ligaba el destino de ambos. Sin embargo, sus esfuerzos eran inútiles y el consejero sufría en silencio, vivía entre paradojas: algunos aseguraban que manipulaba al jefe –que lo “tripulaba”, en el lenguaje de la política aldeana— cuando en realidad el desconfiado jefe no sólo no le escuchaba sino que, por regla general, hacía exactamente lo contrario de lo que el asesor sugería.
El consejero sentía muchísima pereza de tener que elaborar sofisticadas y engañosas estrategias para servir a su jefe (dorándole la píldora para tratar de ayudarle), de modo que pocas, muy pocas veces logró serle útil. Más rápido que el gallo que delató a San Pedro, el jefe y el consigliere estaban “de patitas en la calle”, como era de esperarse. Sólo la generosidad del Príncipe impidió que ambos fueran al ostracismo total. Probablemente el jefe no se haya dado cuenta nunca de lo que ocurrió y seguramente atribuyó su fracaso a la falta de fortuna y no a su supina falta de oficio.
Esta fábula pudo ser de Nicolás Maquiavelo, quien nunca se resignó ni aun a costa de su propio perjuicio (ni siquiera en la última parte de su vida) a estar en silencio y dejar de avisar de los peligros o sugerir vías de salida para los atroces conflictos que le tocó presenciar, incluyendo el fin de la república florentina a la que amaba con verdadera pasión. La capacidad de observar los fenómenos políticos que tenía Maquiavelo era francamente superlativa y difícil de igualar, por ello sorprende que hubiera sido objeto de tanta incomprensión y prejuicio –en su tiempo y después—.
Como dijo Roberto Ridolfi: el pueblo “por culpa de El Príncipe, lo odiaba; a los ricos les parecía que ese Príncipe suyo había sido un documento para enseñar al duque a quitarles todo, y a los pobres, la libertad; a los Llorones [el viejo nombre de los secuaces del monje Savonarola, que profesaban un rígido moralismo] les parecía que era un herético; a los buenos, deshonesto; a los malvados, más malvado o más osado que ellos; de manera que todos lo odiaban.”
Parece que eso no constituyó un problema para Maquiavelo, que no buscaba la popularidad. Como dice Chevallier: Nicolás ha frecuentado a los hombres, carece de ilusión, sabe distinguir entre el bien y el mal; preferiría el primero, pero no cierra los ojos ante lo que considera la necesidad del Estado y las servidumbres de la condición humana. Sabe que todo hombre de poder quisiera ser recordado como clemente y no como cruel, pero afirma que eso no siempre es posible y que, además, la clemencia no debe utilizarse de manera imprudente.
Dice ‘Machio’ que sería estupendo ser amado y temido, pero es muy difícil lograr ese equilibrio, de modo que es mejor optar por lo segundo. Y da una explicación lógica: los hombres reparan mucho menos en ofender al que se hace amar que al que se hace temer; el lazo de amor lo rompen a la medida de su interés, mientras que su temor permanece sostenido por el miedo al castigo, que no abandona nunca. Y es que no depende del príncipe ser amado (los hombres aman a capricho) pero sí depende de él ser temido.
En una de las sentencias más dramáticas de su obra, Maquiavelo asegura que los príncipes están llamados a hacer grandes cosas, no a cumplir su palabra y afirma que las cuestiones de honor son irrelevantes y hasta absurdas, cuando se trata de conservar el poder y ampliarlo. En materia de promesas el príncipe debe ser zorro, es decir, no observar la fe pactada, cuando su observancia se volviese contra él y hubiesen desaparecido las razones que le habían hecho prometer. “Si los hombres fueran todos buenos, este precepto no sería bueno; pero como son malos y como ellos no mantendrán su palabra para contigo, tampoco tú tienes que mantenerla para con ellos”.
Al final de sus días, Maquiavelo escribe una carta a su amigo Guicciardini. Hay que verla con reservas dado que se trata de alguien que rebosa ironía y es brutal crítico de sí mismo: “porque desde hace algún tiempo jamás digo aquello que creo, ni creo jamás lo que digo, y aun si alguna vez me ocurre decir la verdad, la escondo entre tantas mentiras que es difícil volver a encontrarla”.
No cabe duda: hoy, Nicolás Maquiavelo sería un gran consigliere, en todo el mundo disputarían sus servicios y le pagarían muy bien. Seguro que esta vez le harían caso...

antonionemi@gmail.com

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