lunes, 19 de abril de 2010

Demócratas a medias

Juan Antonio Nemi Dib
Historia de Cosas Pequeñas

Es indiscutible que el triunfo del PAN en las elecciones federales del 2000 significó el fin del sistema político sustentado en el presidencialismo y en un partido hegemónico. También es un hecho que ese desplazamiento del PRI fue resultado de un proceso en el que intervinieron distintas fuerzas y en el que progresivamente se modificaron las estructuras políticas y jurídicas, creando la posibilidad objetiva de que actores diferentes pudieran triunfar en la disputa legal por el poder público. El tamaño de estos cambios y sus implicaciones no dejan duda respecto de que se trató de una transición, pacífica y socialmente aceptada.
Es cierto que la política del país cambió y el principal signo de ello fue la llegada al gobierno de un partido distinto al que venía ejerciéndolo de manera ininterrumpida durante casi 71 años. Pero, independientemente del tamaño de las expectativas que produjo dicho tránsito –en el propio México y en el extranjero— la cuestión de fondo reside en sus alcances, es decir, si se agota en el arribo al poder de protagonistas diferentes mediante elecciones confiables o si va más allá y si dicho proceso de transición se ha consolidado o no.
Es un valor cultural universalmente aceptado que los sistemas democráticos en los que se respeta la voluntad de los ciudadanos expresada mediante votos electivos son intrínsecamente buenos, que de ellos derivan beneficios para todos y que, por ende, no necesitan mayor justificación: el mero hecho de que las preferencias ciudadanas se asuman, se protejan y se ejecuten sin distorsiones, se interpreta como saludable y conveniente. (Algunas naciones como Suiza llevan esta convicción al extremo, limitando el número de decisiones que pueden tomar por propia cuenta los gobernantes y asumiendo un estilo de vida prácticamente plebiscitario, en el que los ciudadanos resuelven sobre la mayoría de los asuntos públicos).
Partiendo de ese principio, el sistema político mexicano habría tenido un gran avance democrático a partir del reconocimiento del triunfo electoral de Vicente Fox, la noche del 2 de julio del año 2000. Sin embargo, apenas 6 años después, Andrés Manuel López Obrador y la Convención Nacional Democrática afirmaban que durante los comicios presidenciales de 2006 se había llevado a cabo un “operativo de Estado” que mediante argucias y oscuros acuerdos, una cruenta guerra sucia y la complicidad de grandes corporaciones, arrebataba el triunfo legítimo al candidato de la izquierda, el famoso “peligro para México”. El 15 de agosto de ese mismo año afirmaban: “De consumarse el fraude electoral para imponer al candidato de la derecha en la Presidencia de la República, se estaría pisoteando la voluntad del pueblo expresada en las urnas el dos de julio y se estaría violando a la vista de todos la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.” Como es sabido, desde entonces López Obrador califica al Gobierno de Felipe Calderón como “espurio”, “ilegítimo” y “neofascista” y a pesar de que han transcurrido más de 3 años insiste en que su presencia en el poder será transitoria.
No ha sido la única elección beligerante en la vida contemporánea de México; buena parte de ellas, federales, estatales, municipales, suelen terminar en los tribunales, que en cierta medida acaban convirtiéndose en “intérpretes” del mandato ciudadano. Los conflictos electorales y postelectorales, pan de todos los días en nuestro país, tienen dos componentes visibles: la existencia real e indiscutible de abusos, ilegalidades o interpretaciones mañosas y torcidas de las leyes y, por otro lado, la comodidad cínica de los actores políticos que prefieren llamarse defraudados, robados, antes que aceptar a la buena y con altura sus derrotas.
Del primer caso son ejemplares las declaraciones de Luis Carlos Ugalde, quien narró detalladamente y sin que nadie lo desmintiera las presiones que recibió de Vicente Fox, Elba Esther Gordillo y el propio Felipe Calderón; respecto del entonces Presidente de la República Ugalde llegó a decir además que el Instituto Federal Electoral y él mismo en calidad de su Consejero Presidente fueron legal y políticamente incapaces de atajar y neutralizar la indebida intervención de Fox y su Gobierno en el proceso electoral de 2006. En cuanto al segundo caso: candidatos incapaces de reconocer los resultados adversos de las urnas, los ejemplos pululan.
Agréguese a todo ello el descrédito social (ganado a pulso) del IFE y de los organismos administradores de elecciones locales, la disfunción provocada por el hecho de que los “consejeros ciudadanos” de los órganos electorales sean designados como parte de negociaciones entre partidos políticos –el propio Ugalde lo reconoce— y respondan a éstos, no a sus deberes de neutralidad, los extraños criterios de los jueces electorales (a los que más de uno cuestiona su imparcialidad y objetividad) y las suspicacias que despiertan sus resoluciones, los presupuestos asignados a las autoridades electorales, la pérdida de credibilidad de los partidos políticos, principales actores de la vida política, el gran poder de los gobernadores en sus estados…
¿Es México una democracia plena, garante de la voluntad popular? Pareciera que apenas a medias.

antonionemi@gmail.com

No hay comentarios: