viernes, 4 de junio de 2010

Municipio Libre I

Entre inventar o escribir la historia


Pedro Manterola Sainz
Hoja de Ruta

Dentro y alrededor del concepto de municipio caben nutridas interpretaciones e intensos sentimientos. La palabra alude a un espacio físico determinado por diversas características, que recibe un nombre y, al ser nombrado, se convierte en lugar de origen y atributo de sus habitantes, quienes asumen el papel de protagonistas en un lugar y contorno propio, compartido, en dónde deberán ser parte de su desarrollo, su cuerpo y esencia. Los lugareños dejan de ser extraños para convertirse en paisanos. Así, el territorio y sus residentes buscan la forma de armonizarse, de entenderse. Se inicia el aprendizaje para llegar a ser ciudadanos. Empieza a escribirse la historia, otra historia.
El órgano rector del desarrollo y gobierno municipal, el cabildo, tiene un peso histórico y una trascendencia política que la trivialidad y la ignorancia subestiman y degradan. Los cabildos deberían ser el ámbito de representación de las preocupaciones y necesidades de la población, y no expresión de grupos de interés ni botín privado de partidos y particulares. A la vista de los hechos, eso es aún poco probable.
Fue en un cabildo dónde Hernán Cortés revistió de legalidad su deseo de poseer y su afán de conquistar. Fue el Ayuntamiento promovido por él, la Villa Rica de la Vera Cruz, el que le dio los poderes que matizaron su desobediencia, lo pusieron en el mismo plano de caciques y jefes nativos y justificaron su marcha hacia el altiplano. Capitán General y Justicia Mayor en las tierras conquistadas y por conquistar fue el cargo con el que se arropó de autoridad. Todo, por supuesto, en nombre del Rey.
Los Ayuntamientos dieron a la Historia otra vuelta de tuerca. 300 años después de legitimar al conquistador, los cabildos expidieron el acta de nacimiento de la soberanía nacional y con ello dieron certidumbre jurídica y expresión política a las aspiraciones independentistas. Tanto en México como en otros países de América Latina, los cabildos declararon la independencia de sus respectivas naciones y nombraron a sus gobernantes, con lo que la gesta por libertad e independencia adquiría así, además de caudillos, autoridades.
En el año del Bicentenario este espacio territorial y de gobierno vive otra paradoja: el municipio han recibido el impulso de procesos de evolución jurídica, como las reformas al 115 Constitucional que los dotaron de mayor autonomía, y han sido otro de los damnificados de la involución política, como la alternancia electoral convertida en anécdota por el presidente Fox, que tiene entre los innumerables pendientes de la transición política liberar a los municipios de los excesos de los caciques y la arrogante displicencia de sus autoridades.
¿Qué había en aquellos Ayuntamientos, qué movía a sus cabildos? Ideas, conciencia, inteligencia, dignidad, representatividad, proyecto, legitimidad, ley, son palabras que permiten vislumbrar respuestas. ¿Cuántos de esos elementos distinguen a los candidatos a alcaldes y ediles en estas elecciones bicentenarias?
Con las campañas llegan discursos, mucha retórica, y al parecer pocas ideas. Hemos atestiguado la justificación de intereses personales, la divinización del sacrificio propio por el bien común, la enunciación desordenada de grandes y superiores objetivos, la intriga oportuna y la amnesia conveniente, la coronación de ambiciones particulares y la cura de frustraciones individuales. No hay una sola palabra congruente entre trayectoria e intenciones, el bosquejo de un proyecto colectivo, la sombra de un Plan de Desarrollo. Y como ciudadanos, como votantes de uno u otro partido y candidatos, deberíamos exigirlo.
Solo quienes han promovido y participado en procesos de de apertura política y planificación democrática entienden su trascendencia. Solo cuando se ha impulsado la participación ciudadana se deja de concebir al ciudadano y a la sociedad como entes que esperan ansiosos la llegada de sus salvadores, en este caso sus nuevos ediles. El mal se repite, con características propias y pocas excepciones, cada tres años. A los nuevos descubridores de la gestión y la administración pública los distingue a veces la ingenuidad y la buena fe y otras la arrogancia propia de los inventores de lo existente, arrogancia que refleja el autoritarismo antidemocrático de su propio origen y los profundos complejos de superioridad con los que ocultan la falta de ideas y logros personales.
Cada tres años aparecen personajes que desconocen los procesos políticos e históricos de su propio municipio, y como ellos no saben, suponen que esa ignorancia es extensiva a toda la población. Esa falsa percepción de la historia les permite aderezar los hechos según sus propias ambiciones. Esto es más sencillo, simple, que intentar entender el pasado en su sentido real.
Urgidos de legitimar su ignorancia ante los votantes, en lugar de crear el marco y entender el contexto para canalizar ideas e inquietudes, descalifican cualquier avance realizado con anterioridad para presentar ideas precedentes como descubrimientos recientes. Se visten de reformadores para repetir hechos y métodos ya conocidos y previamente aplicados. El problema entonces no es disfrazarse da innovadores, sino dar continuidad y certidumbre a Planes y Proyectos de Desarrollo Municipal, que tengan una incidencia real en la elevación de niveles de vida y en el desarrollo regional. Y la continuidad exige reconocer lo mismo errores que logros y méritos ajenos.
El entorno inmediato de acción pública, la escuela de ciudadanos más próxima, es indudablemente el municipio. Y desde ese espacio es necesario aprender a contener la vanidad, practicar la tolerancia y promover la democracia, tareas muy pregonadas y poco ejercidas. Pero todos nos decimos demócratas, aunque pocos resistan un examen de una sola pregunta: ¿Es demócrata un intolerante?
El intolerante rechaza y censura los pensamientos, argumentos y acciones de otros, y pretende imponer sus prejuicios a los demás. No toma decisiones, emite decretos, y no analiza, especula consigo mismo en el centro de sus desvaríos. Confunde sus opiniones con veredictos, y no distingue pronósticos de profecías. Considera como únicos seres inteligentes a los que le dan la razón, y excluye de su entorno todo aquello que lo supera y exhibe. Sus criterios deben aceptarse como consignas, y prefieren ignorar que comprender, por lo que su capacidad de discernimiento se reduce a imitar y repetir. Quienes practican esta conducta no poseen credenciales democráticas, aunque se ufanen de ellas.
El intolerante jamás acepta responsabilidades, errores y fracasos propios, pero asume aptitudes y capacidades que envida pero desconoce, lo que lo lleva a intervenir de forma excesiva y estéril en asuntos públicos y privados. El intolerante no construye ni propicia el entendimiento, abona la polarización, substituye el diálogo con sus monólogos y aleja paulatina e inexorablemente a quienes conforman su entorno. No enfrenta adversarios, inventa enemigos. No busca aliados, sino súbditos, ni colaboradores, sino acólitos. Por ello, tiene como únicos seguidores a su sombra y el espejo.
Podemos concluir, si estamos de acuerdo en esta categorización, que un autonombrado “demócrata” que se obedece y escucha solo a sí mismo no puede ser, por definición, aquello de lo que se ufana. No es un practicante de la política en su expresión más amplia, originaria, noble, constructiva. Para dar visión de largo plazo al desarrollo regional político, económico y social es necesario escuchar a todos, aprender de todos, dialogar con todos. Ser tolerante, libre, demócratas más allá de las urnas. Parece lógico, necesario, que demandemos congruencia, que seamos demócratas sin necesidad de presumirlo.

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