lunes, 12 de julio de 2010

La lira de Nerón

Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas

De repente me descubro cantando, tarareando una tonada. Y no es que decida hacerlo, que se trate de un acto voluntario, deliberado. No. Ahora me doy cuenta, es una especie de reflejo condicionado, de una respuesta inducida, una reacción. Lo pienso -lo “racionalizo”, dirán los terapistas- y me doy cuenta, de que se trata de mi herencia materna: la música como alternativa, la música como medicina de casi todos los males, especialmente los del alma, la música como opción.
No era profesional de la materia ni mucho menos, apenas una persona promedio si más derroteros que los de millones de mujeres como ella, que protagonizaron la segunda mitad del siglo pasado como “amas de casa” y “madres de familia” a las que la sociedad -y la economía- asignaban un rol por completo diferente al de hoy.
Fue la sexta de siete en la prole. A sus hermanos mayores les correspondió nacer en Soledad de Doblado, a ella y al benjamín de la familia en Córdoba, con una posición económica un poco menos precaria: ya no les tocó el patio de vecindad ni levantarse muy de madrugada a hornear el pan que luego durante la mañana habría que llevarse en canastos de casa en casa, tampoco cortar los lienzos ni coser las camisas que posteriormente la familia vendía en el mercado. Pero de cualquier manera, la infancia y la juventud de mi mamá no fueron precisamente de abundancia.
A mi abuelo -un inmigrante sirio que llegó muy joven a México, casi adolescente y sin nada en los bolsillos- un general revolucionario de estos lares le “expropió” al menos en un par de ocasiones todas sus pertenencias: las valijas llenas de mercaderías que don Salomón vendía en abonos y creo que también, en ambos casos, los caballos. Ambas pérdidas fueron verdaderas debacles, pero sólo materiales. Mucha, mucha gente me hablaba de su generosidad y buen talante: aprendió el Náhuatl y llegó a manejarlo con fluidez, tampoco le eran ajenas algunas lenguas indígenas de la región oriental de Oaxaca. Ya en la última etapa de su vida, era común verlo traduciendo correspondencia y documentos oficiales de personas que le pedían ayuda para que les leyera o explicara un texto o bien para que les escribiera una carta.
Total que ni la posición económica de la familia ni los usos de aquéllos tiempos permitieron a mi mamá una educación más allá de la escuela primaria, que si bien era de buena calidad y ricos contenidos -conocían de historia universal, leían estrofas de Homero y hacían operaciones aritméticas complejas- no dejaba de ser primaria. En algún momento participó de un coro infantil, dirigido creo que por el doctor Teodosio Pérez Peniche (espero no equivocarme con este dato y ser injusto con alguien) que presentó en teatro Pedro Díaz la zarzuela “La Gran Vía”; allí cantaron “Los Marineritos” (“Somos los marineritos que venimos a Madrid..."). Esto debió ser entre 1936 y 1938, el debut y la despedida de su carrera musical. De haber podido, se habría dedicado a la música profesionalmente, creo. Nunca le pregunté.
Mi mamá recordaba con una sonrisa en los labios los enormes esfuerzos del doctor para mantener la disciplina del grupo de niños cantores; alguna vez contó sus travesuras, especialmente que le sacaba canas verdes a la maestra Leonor Hernández Palacios en la escuela Ana Francisca de Irivas (la “Mascarón”).
Casi que la oigo: “Allá en la penitenciaría, Ladrillo llora su pena, cumpliendo injusta condena, aunque mató en buena fe”. Agustín Lara, faltaba más, era de sus predilectos: “Si me mata tu ausencia, si me ahoga la inquietud, si no tienes clemencia para esta esclavitud. Que las aguas se lleven mi llanto y mi dolor... que recoja Janitzio el perfume de mi amor.” Recuerdo a mi madre y confirmo que la música es la mejor cara que se le puede plantar a la vida, aún en las circunstancias más difíciles. La leyenda del TITANIC lo ilustra bien: la orquesta del barco dirigida por Wallace Hartley tocando sin cesar aún a sabiendas de que el trasatlántico se hundía irremediablemente.
Cantar es solución cuando el espíritu requiere recargas, que por cierto no han de comprarse en la caja de súper ni con tarjetas de prepago. Cantar es gratis. Cantar para expulsar los demonios (“Son muchos, muchos más los que perdonan que aquellos que pretenden a todo condenar”), para la buenas vibras (“el color de la naturaleza se pintó por amor”), para querer (“llegaste a mi sufrir, resurrección de luz, amor, pasión y vida”), para pedir clemencia (“el beso que negaste, ya no lo puedes dar”) y también para recordar al amor perdido (“hoy quiero saborear mi dolor, no pido compasión ni piedad”).
Cantar para celebrar las cosas buenas de la vida (“Nadie puede inspirar lo que tú inspiras, nadie puede expresar lo que tú expresas”, “mi niña cree en mi y me siento tan dichoso ante este amor”), para honrar a los buenos amigos (“cuando un amigo se va, queda un espacio vacío, que no lo puede llenar la llegada de otro amigo”). Cantar, en fin, para olvidar la violencia, las disputas políticas, los abusos, los berrinches, el narco, la ausencia de madurez política, la corrupción, los intereses de las grandes corporaciones, la ineficacia, la pérdida de identidad, la mentira. Aunque no falte un ácido que nos acuse de tocar la lira mientras Roma se incendia...

antonionemi@gmail.com

No hay comentarios: