lunes, 29 de noviembre de 2010

Abusos jugosos

Juan Antonio Nemi Dib
Historias de cosas pequeñas

Acudí con algunos minutos de anticipación a la cita de trabajo en un famoso –y costoso– restaurante de la ciudad de Veracruz. Tomé mi tablilla electrónica de presumir y me dispuse a entretenerme jugando backgammon contra un virtual adversario –que tiene existencia aparente y no real, define la Academia–, cuando el mesero se acercó con cierto dejo imperativo y me preguntó qué quería yo tomar.
En realidad en ese momento no apetecía nada y me pregunté, sintiendo su presión, si era obligatorio hacer algún consumo durante mi espera, sin embargo me sentí incómodo ante la perspectiva de rechazar la “amabilidad” del señor y lo primero que se me ocurrió fue solicitarle un jugo; le pedí que lo trajera con un solo hielo –si las bebidas “al tiempo”, tibias, me agravian, a nivel del mar me son intolerables– y no porque pensara en lo pequeñito de los vasos que usan en ese comedero, sino porque aún peor que el agua tibia me parece el jugo diluido con agua.
En poco tiempo regresó circunspecto el señor camarero y colocó sobre la mesa el vaso al tiempo que me decía con gravedad: “su jugo con un solo hielo, señor”. Le agradecí su servicio y seguí con los ojos en la partida de backgammon, pero algo en el tono de su voz atrajo mi atención y, como acto reflejo, volteé a ver el famoso vaso de jugo: realmente pequeñito y apenas lleno a 3/4 de su capacidad. Pero lo sorprendente era, dentro del recipiente, un enorme trozo de hielo, efectivamente sólo uno, pero que ocupaba casi todo el espacio disponible. No exagero: si 25 por ciento del vaso llegó vacío a la mesa, probablemente un 50 o 60 por ciento lo ocupaba el trozote de agua congelada, si acaso habría uno o dos tragos de jugo disponibles y ya, era todo. Al final y en estricto sentido, el individuo no había hecho otra cosa que atender mi petición y me había traído lo que yo le pedí; por otro lado, no dudo que su “bromita” le sirviera para hacer escarnio durante el resto de la jornada.
Generalmente evito pelear con los meseros. En serio que los trato siempre con cortesía y deferencia y los comprendo bien –más de una ocasión he tenido que atender mesas, servir alimentos al público y “recoger muertos”, como se llama en el argot restaurantero a las vajillas y cubiertos sucios–, porque tampoco es fácil complacer a clientes engorrosos, que exigimos en la calle lo que ni por asomo pediríamos en la casa y que nos sentimos con derecho a los privilegios gastronómicos de Luis XVI (incluyendo la gratuidad o la baratura). Pero también rehuyo la confrontación con ellos porque manipulan los alimentos que va uno a comer y, si lo desean, siempre tendrán a mano los medios para agriarnos la comida, simplemente tardándose más de la cuenta en servirla, “olvidando” algún platillo o trayendo huevos revueltos y bien cocidos en lugar de estrellados y tiernos, por ejemplo, aunque en las consejas populares se dice que cuando el comensal les cae gordo, suelen hacer cosas aún peores.
Esta vez no fue la excepción. Concluí que no estaba yo de ánimo para discusiones volumétricas, asumí que sería de consecuencias funestas intentar un reclamo con el dueño (¡!) y además decidí ser fiel a mi principio de no pelearme con los camareros.
A pesar de que lo racionalicé y lo asumí durante buen tiempo –mi compañero comensal llegaría 40 minutos después–, me pasé toda la comida con mal humor (aunque sería faltar a la verdad decir que no la disfruté: fue, como casi siempre, de primera calidad) y me sentí burlado, esquilmado. Me pasaron por la cabeza varias preguntas: ¿quién ganó realmente con el chanchullo del jugo, el mesero o la empresa?, ¿lo hicieron como chiste o pensaron que de esa forma evitarían darme más jugo por el mismo precio?, ¿fue algo circunstancial o le aplican el mismo rasero a todos los comensales?, ¿esperaban que yo reaccionara y les echara pleito o intuían que me quedaría callado?, ¿prevén algo sobre el caso las leyes de protección al consumidor?, ¿qué habría ocurrido si me hubiera levantado en ese momento, dejando el jugo servido en la mesa?, ¿se sentirá orgulloso de su “proeza” el mesero y presumirá “el ingenio” con que el barman y él resolvieron el conflicto que les planteaba un solo hielo en el vaso o de plano sólo ejecutaban una más de las políticas del restaurante?, ¿es esta la forma correcta de actuar para atraer y retener al turista?
¡Trivialidad! ¡Banalidad! ¡Pérdida de tiempo! ¡Exceso de sed! Me espetará más de uno, quizá con razón. “Absurdas, prolongadas e innecesarias disquisiciones sobre la proporción de hielo respecto de la cantidad de zumo”. “No acuda a restaurantes y nadie le escatimará sus raciones”, “¡tome agua!”, me podrán agregar. No faltará quien me diga que no es sano ingerir líquidos fríos y que la próxima vez pida yo el jugo sin hielo, agradeciendo su favor al abusivo.
Pero el fondo, como casi siempre, no está ni en el vaso, por lo menos no el fondo de esta historia, que tampoco está en la cuenta del restaurante, ni en la cantidad de jugo que me dispensan.
De poco sirven los sistemas jurídicos ni los ordenamientos ni las instituciones, cuando hay algunos para los que no existe la determinación de respetar en serio al de enfrente, sino la vocación de fregarlo, así sea con un poco de jugo (o con muchas más “proezas”, incluyendo latrocinios, asesinatos, mentiras y otras lindezas). No es, aunque lo parezca, un asunto menor. A fin de cuentas, lo que vale de una nación es la esencia de su gente, el espíritu de que está hecha; ojalá que los ciudadanos buenos (solidarios) y decentes (honorables), los ciudadanos en el más estricto sentido de la palabra, sigan siendo mayoría, mayoría de las que se imponen con la razón y triunfan con las convicciones.

La Botica.Comienza un nuevo tiempo para Veracruz; que sea de prosperidad, que sea de esperanzas satisfechas y sueños realizados, que sea para bien de todos los veracruzanos. Lo merecen.

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