sábado, 7 de mayo de 2011

Confieso que tuve miedo

Liz Mariana Bravo Flores
Andanzas de una Nutria

“Procura tener a la mano un amigo que cuide tu frente y tu voz, y que cuide de ti para tí tus respiros y a tus pensamientos mantenlos atentos y a mano a tu amigo”
Fernando Delgadillo


Confieso que tuve miedo. Por primera vez en mi historia de pescadora, después de tantas en que he viajado en lancha, tuve miedo.
El mar se azotaba como tantas otras veces, sus olas crecían en lontananza cual crestas acechantes, la lancha se balanceaba de un lado a otro como invitando al agua marina a subir a bordo.
Nunca antes me había importado el peligro, la adrenalina en mis venas es algo que disfruto siempre; sin embargo, cuando en tus manos está la responsabilidad de otras personas, incluída una menor de edad, dejas de ser prioridad y te preocupas por cuidarles; dejas de lado esa necesidad de peligro e intentas ponerlos a salvo a toda costa.
Eso es lo que sucedió el pasado domingo que visitamos a Peche en Chachalacas, con la intención de salir a pescar juntos y, con nuestros respectivos chalecos salvavidas puestos, alrededor de las 14:00 horas entramos al mar Eddy, el hijo de Peche, quien se encargaba de la embarcación; mi padre, Carlos Bravo, mi prometido Dan Uri y Alín, su hija mayor, que era la primera vez que iban de día de pesca y que subían a una lancha.
Disfruté ver la actitud de Alín, la cría de 14 años que, pese a su cara de miedo ante lo desconocido, sacó la garra para disfrutar el momento, vencerse a sí misma, pescar y permanecer horas en medio del mar, que de pronto comenzó a picarse, las olas crecieron y la lancha se balanceaba aun más al punto en que mi papá casi cae al agua, entonces la cara de la niña cambió y se llenó sólo de miedo, Dan Uri tenía preocupación en su mirada aunque intentaba dar tranquilidad para convencerse de que todo iba a estar bien.
Llegó el momento de trolear y preferí no hacerlo. Mi estómago estaba estrujado y mis sentidos alerta de todo lo que pudiera ocurrir para evitarlo. Pensé que si papá caía al agua, no sólo se iba él, sino que su gran peso voltearía irremediablemente la lancha; por otra parte, aunque eso último no sucediera, si él caía no habría modo de subirlo de nuevo, pues por más esfuerzo, definitivamente no lograríamos cargarlo.
Recordé que Alín no sabe nadar y que, pese a llevar el chaleco protector, podría entrar en pánico en una situación de peligro.
Dan Uri y papá comenzaron a trolear mientras yo, desde la punta de la lancha, veía como ésta se movía conforme mi padre lo hacía.
Decidimos establecernos en un punto más calmo para fondear. Fue ahí en donde saqué el primer conejo de todos los que salieron esa tarde. Éste es un pez denominado así por sus filosos dientes, carne blanca y aspecto como el del animal terrestre, sólo que obvio sin orejas.
Me llené de emoción cuando Dan Uri se enganchó a la pesca al sacar del agua sus primeros tres animales de buen tamaño, pero me volví a preocupar cuando Alín comenzó a ponerse verde, pues además del miedo y la lancha “estacionada” en equis punto del mar, su estómago estaba casi vacio.
Decidí que era momento de regresar a tierra, pues la pesca se trata de que todos la disfrutemos y es un hecho que el miedo y el mareo son grandes enemigos del placer.
Y tras analizar todo el viaje, entendí una vez más el porque no quiero tener hijos, mi adicción a la adrenalina me pone en constante riesgo, pero también se que ese miedo que sentí el domingo sería una constante en caso de tenerlos y estoy segura de no querer volver a sentirlo.

nutriamarina@gmail.com

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