viernes, 25 de julio de 2014

El ascenso al Cofre (2)

Armando Ortiz
El Hijo Pródigo

Decidimos armar el campamento. Cuando el campamento estuvo armado escuchamos unos ruidos. Nosotros éramos 6 personas: José Luis Cuevas, Julio Barranco, Nicolás Pensado, Vladimir, primo de Nicolás, el “May” y yo. Rápido nos pusimos alerta, uno de mis amigos sacó un arma…. ¡esperen…! ¡¿Un arma?! No lo podía creer, alguien había traído un arma. Si mi madre se llegase a enterar que viajamos sin la supervisión de un adulto y que uno de mis compañeros, de apenas 17 años, tenía un arma, entonces, pasados ya mis 40, apenas estaría saliendo del encierro al que me hubieran confinado.
En medio de la penumbra apareció un hombre perdido. Unos “amigos” habían ido con él a una excursión y lo olvidaron ahí. ¿Pueden ustedes creerlo? ¿Qué clase de amigos son esos? Dejamos que se quedara en el campamento. Todo lo que nos dijo debió ser verdad. Tenía como 25 años, para mí, que entonces tenía 15, me parecía un señor, llevaba sólo un suéter tejido a mano. Apenas comió algo, se quedó completamente dormido, durmió hasta el día siguiente que abandonó el campamento sin decirnos adiós, sin llevarse nada.
Ya con la experiencia del recién llegado decidimos hacer guardias en la noche. A mí me tocó guardia con Julio Barranco. Éste se puso su sarape, su pasamontañas y encima sus anteojos. Yo me senté frente a él rodeando la fogata. Después de un rato le supliqué que no me mirara, en la noche las llamas de la fogata brillaban en sus gafas; pero Julio no me hizo caso.
Después de un rato de estar en vigilia, con el pie moví un tronco de la fogata para que el fuego no se apagara. Pero el pequeño tronco rodó. Esto provocó que un poco de pasto seco alrededor se prendiera. Era sólo un pequeño arbusto. Sin prisa me puse de pie para buscar un cartón y apagar el fuego. Sólo me tomó unos segundos voltear, encontré el cartón y fui a pagar el arbusto. Ahí me di cuenta que Julio no me miraba, estaba dormido porque no se dio cuenta. Sólo unos instantes le tomó al aire soplar para que el fuego del arbusto pasara a otro arbusto y así a otro y a otros y, literalmente, en un abrir y cerrar de ojos ya eran decenas de pequeños arbustos incendiándose.
A gritos y patadas desperté a todos. Julio se quitó el sarape y con el sarape se puso a apagar arbustos. El viento que bajaba a ras de suelo era nuestro peor enemigo. Apenas apagábamos uno y otros ya estaban encendidos. Nos tomó un buen de tiempo apagarlos. Cuando apagamos los arbustos terminamos exhaustos, tiznados, ya nadie se quedó a montar guardia, todos nos metimos a la casa de campaña y en posición fetal cada uno le pasó calor al otro; las flatulencias de alguien a quien el atún le había caído mal también entibiaban el interior de la casa de campaña. Afuera la fogata se había apagado.
Pero la mañana siguiente fue genial. Subimos descansados hasta la cumbre, hasta el “Cofre” que es una roca inmensa. En el camino de esa mañana fría contemplé la sierra que se comunicaba como un espinazo de la tierra con otras montañas y por allá, más cerca de lo que pensaba, estaba el Pico de Orizaba; bueno, podía ver el oxígeno, como una nata espesa y azul, como algo denso que se podía navegar. Vimos las ciudades desde lo alto, vimos Xalapa, mi ciudad y me pareció hermosa, toda ella con sus casas que se desprenden de los cerros. Nunca he ascendido más alto.
Mis amigos decidieron que se iban a quedar otra noche más, como si una no les hubiera bastado. Yo les dije que le había hecho la promesa a mi madre de regresar al día siguiente. Les dije que no había problema, que yo bajaría solo. “Nada más es cosa de bajar y bajar, no hay pierde”.
Y bajé y bajé y sí hubo pierde. En el descenso encontré arroyos que nacían en cuevas que las piedras formaban. Pasé por miradores que me enseñaban el otro lado de la montaña y vi lagos que parecían congelados. Como no me costaba trabajo, el descenso fue más rápido. Pero por las prisas tropecé y me fui de boca. Puse los brazos a la hora de caer y me provoqué terribles raspaduras. La más grande me empezó a sangrar. Tomé una camiseta que llevaba, la hice trizas y até un pedazo a mi herida, como si fuera una venda. Afortunadamente no metí mi pie en algún agujero, ya adulto supe que ese era el mayor peligro al que me podría enfrentar.
Seguía bajando y no encontraba nada. Sólo árboles y más árboles hasta que… sí, como en el cuento de Rulfo, escuché ladrar los perros y me dirigí hacia el sonido de sus ladridos. Llegué a una casa donde me condujeron hacia el poblado El Conejo. Ahí estaba una camioneta que bajaba hasta Perote. En Perote tomé de inmediato el autobús.
A Xalapa llegué a buena hora, todavía alcancé a mi familia en la mesa de la comida. Después de comer, pues tenía hambre subí a mi recámara desde donde se veía nítido, a la distancia, el Cofre de Perote.
Me quedé mucho rato contemplándolo, sabía que allá seguían mis amigos. Ellos pasarían otra noche con la inclemencia del frío, comiendo tortillas tiznadas y atún en aceite; con el riesgo de volver a incendiar los arbustos, aguantando sus flatulencias, pues el aceite del atún era lo que les provocaba los pedos.
Yo estaba en mi casa, con mi familia, en mi cama suave y mis cobijas tibias, mirando una película en el televisor, esperando que las vacaciones terminaran para regresar a clases.
Sí, estaba a salvo en casa, sin las incomodidades de la montaña, pero lo mejor de todo, es que ya había demostrado que era un hombre. Todavía tenía el pedazo de tela amarrado a la herida, entonces pensé: “Ojalá se me infecte, así la cicatriz se hará más grande y a todos les podré enseñar la prueba de mi iniciación”.

*Tomado de la revista M2X (https://www.facebook.com/RevistaM2X)
 aortiz52@hotmail.com





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