jueves, 26 de noviembre de 2009

Somos lo que somos cuando hacemos lo que decimos

Pedro Manterola Sainz
Hoja de Ruta

La gente inteligente habla de ideas. La gente común habla de cosas. La gente mediocre habla de gente. Jules Romains, escritor francés nacido en 1885, irónico y brillante crítico de la demagogia y las imposturas de la modernidad. Murió en 1972.
Las palabras son cadenas que atan pensamientos a acciones y discursos a obras. Las palabras caminan, vuelan, cautivan y convencen, o deambulan, se arrastran, se hunden, irritan, aburren. Las palabras pueden conjugar verbos, derramar sustantivos y acomodar adjetivos, pero son inútiles, aunque puedan ser brillantes, si no se acompañan de actos que demuestren la congruencia de quien las emite. Las palabras son inservibles en la práctica, aunque fértiles para la imaginación, sí son inverosímiles, disparatadas, reflejo de irrealidad o ficción. En literatura su fuerza depende del talento de quien las utiliza; en la vida pública, sea empresarial, política, periodística, social o comercial, su peso es proporcional a la credibilidad del que las profiere. Su trascendencia y sentido dependen del contexto en el que se dicen y escuchan, tanto como del carácter y disposición lo mismo del emisor como del receptor de las mismas.
El contexto en el que se emiten las palabras marca el tono del diálogo, monólogo o discurso. Como muchas otras cosas, esta circunstancia se puede ilustrar con algún refrán mexicano. “No hables de la soga en casa del ahorcado”, por ejemplo, nos sugiere lo inconveniente que puede ser para alguien disertar sobre hilos, reatas y cuerdas en la casa de algún desdichado que haya sentido en el cogote la aspereza y estrechez del chicote.
Cuando se trata de abordar temas de interés general, de cosas que a todos nos afectan y por lo tanto a todos deberían interesar, el asunto se vuelve más complejo, porque las opiniones son tan diversas como el número de participantes en la plática, debate o discusión. Y no faltan en estos casos los dueños de la verdad, los estridentes y los estúpidos, que en todas partes hay y casi siempre son subestimados. A pesar de esta diversidad de voces, si el clima en el que se intercambian palabras es ya no digamos de cordialidad, sino al menos de respeto, las expresiones pueden ir y venir con más o menos fluidez y claridad. Se puede o no llegar a alguna conclusión, pero en ocasiones es suficiente con que el intercambio de mensajes no termine en zacapela. Hay casos, no muchos por desgracia, en los que la confrontación de ideas, argumentos, propuestas e incluso de adjetivos, se convierte en un duelo de inteligencia, ingenio, talento, agudeza, ironía. Cuando es así, poco importa el desenlace, porque lo valioso, lo útil, lo que basta para disfrutar y aprender, es el transcurso mismo de un esgrima verbal con estas características. Pero, como ya dijimos, estas ocasiones son cosa rara.
En tiempos electorales, sobre todo para aspirantes y precandidatos, pero también para los ciudadanos que casi siempre hacen el papel de simples espectadores, el clima se enrarece, el agua se enturbia, el viento se hace denso, las voces se confunden, las contradicciones se repiten, las mentiras se multiplican, las decepciones se contagian, y las esperanzas se alimentan. De aire, de éter, de chicharrón, de alpiste o de espinacas, pero se alimentan. Que tan fuertes sean esas esperanzas y que tan factibles las posibilidades de quien las acoge es cosa que se consulta lo mismo con columnistas, que con académicos, politólogos, funcionarios, astrólogos, videntes, invidentes y especialistas de café. Y ahí la verdad adquiere tantos rostros que todo parece mentira y cada quien se queda con su pedazo de certeza. Y, como reza otro dicho, todo depende del cristal con que se mira. Se analizan e interpretan nombres, palabras, curriculums, gestos, miradas, sonrisas, discursos, spots, actos, eventos, apoyos, vínculos, relaciones, pasarelas, abrazos, saludos, desaires. Todo se vuelve críptico, misterioso, asunto de arcanos y seres iluminados. Los de a pie, los peatones de la vida pública, agradecemos cuando se vislumbra cierta claridad, cuando aparecen discursos y palabras legibles, comprensibles. Ya sí son confiables o creíbles depende, como ya sabemos, tanto del emisor como del receptor.
Parece ya la hora de que todos los que quieren ser empiecen a decir para que quieren ser lo que quieren ser. Y por qué habríamos de creerles, apoyarlos y votar por ellos, por lo que representen, sean, signifiquen y propongan. Contados son los que han dicho lo que buscan, lo que intentan y como conseguirlo. No basta promover imagen, nombres y apellidos. El apoyo se encuentra en los cimientos y se apuntala en los soportes, no en los pedestales. Sí la clase política permanece pasmada, los ciudadanos no podemos darnos ese lujo. No podemos estar alucinados y estáticos hablando solo de personas cuando lo que urge, lo que se necesita, lo que mueve y conmueve, son palabras que puedan transformarse en hechos. Y cada quien con su PAN que se lo coma. O con su PRI, su Convergencia, su PANAL o PRD.
Uno supondría que para la clase política, para sus conspicuos integrantes, las ideas son cosa cotidiana. Y también sería de esperarse que quienes de esa clase política resulten candidatos intenten ganar las elecciones porque muestren y demuestren que conocen los problemas y proponen soluciones. Es deseable que las elecciones se ganen proponiendo, debatiendo y convenciendo. ¿O cómo esperan ganar en las urnas? ¿Con dádivas, limosnas, votos comprados, voluntades burladas? Ya sé, ya sé. La pregunta es ingenua. Eso no es lo malo. Lo malo es el cinismo de la respuesta. Pero, al fin de cuentas, el optimismo siempre se basa en lo improbable.
No puedo terminar sin otra cita, en este caso de un hombre cuya lucidez alumbra y provoca: Al fin y al cabo, somos lo que hacemos para cambiar lo que somos. Eduardo Galeano

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