Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas
Se trata de una paradoja en toda la extensión de la palabra. El oxígeno es vital para la mayoría de los seres vivos –los aerobios—; su escasez daña irreparablemente a las células y su ausencia las mata; los seres humanos lo absorbemos como gas, al respirar, y gracias al oxígeno es posible la conversión de los nutrientes en energía; asociado con el hidrógeno produce agua y de ésta no es necesario abundar sobre el rol que juega para la preservación de la vida; cuando se juntan tres moléculas de oxígeno se produce ozono y la masiva presencia de este gas en la atmósfera evita que muramos achicharrados por las radiaciones solares.
Sin embargo, el oxígeno es un gas salvajemente agresivo, capaz de ablandar y aún destruir los metales más fuertes, precisamente a través del proceso denominado oxidación; por sí mismo no es explosivo pero en ciertas condiciones el oxígeno puede explotar, con demoledor potencial; incluso para los seres vivos que precisamos de él, el oxígeno es altamente tóxico, en estado puro y a cierto nivel de presión atmosférica el oxígeno es veneno, mata. Por eso para ponerle nombre Lavoisier utilizó la raíz griega oxýs, que significa ácido, punzante.
Afortunadamente la misma naturaleza, genial, se encarga de equilibrar las cosas. A través de una compleja red de mecanismos de compensación –los famosos antioxidantes— permite que tomemos lo bueno del oxígeno y evita que este aliento dador de vida acabe matándonos. Y precisamente pensando en el oxígeno empiezo a darme cuenta que la fórmula, la de la compensación entre lo bueno y lo malo, la de la proporcionalidad, rige para muchos aspectos de la vida y no sólo para la química de los organismos.
Por ejemplo, hace muchos años un primo y compadre me hizo una apología de la confianza como un elemento esencial de las relaciones humanas y de la vida diaria. Sin una dosis de credibilidad para con los demás no se puede vivir, aseguraba. Caminamos sobre la acera confiados en que el coche que circula por el arroyo de la calle no subirá la banqueta y nos aplastará, salimos al exterior dando por hecho que no caerá sobre nosotros un meteorito o que el vecino en el asiento del autobús no sacará de pronto una pistola para asaltarnos, confiamos en que llegaremos a tiempo al trabajo, que pagarán el salario oportunamente en la quincena, que el agua embotellada tiene la menos basura posible y que, por ende, podemos tomarla sin consecuencias, confiamos en la lealtad del cónyuge y en muchas cosas más que le dan a nuestra vida la dosis necesaria de certidumbre para hacerla tolerable.
Y es que precisamente la falta de certidumbre (suponer que nos machucará un coche, que nos aplastará un meteoro o nos robarán, que perderemos el empleo, que no cobraremos el salario, que el agua tiene fecalitos y que somos víctimas infidelidad marital) es el camino directo de la psicosis a la paranoia y, de ésta, a la destrucción. Un desconfiado por convicción es un terrorista por naturaleza, que no hará sino envenenar sus relaciones con los demás –esto lo digo yo, no mi compadre—.
Sin embargo reconozco que el exceso de confianza es también malo, malísimo, no sólo porque deviene en ingenuidad e irresponsabilidad, sino porque constituye una suerte de abandono, de evasión y riesgo para el cándido. Confiar de más, dicen los viejos sabios, es tan malo como desconfiar al límite y evidentemente no se equivocan (“…sin saber tu nombre me he enamorado, sin conocer de tu solvencia te he prestado, nuestra relación he sepultado…y apenas empezaba”). Es, simplemente, aquél sobado paradigma, siempre vigente, de que todos los extremos –los excesos— son malos.
Pero, por encima de la confianza, me parece que el principal elemento de una vida razonablemente vivible, potable digamos, es la esperanza, el “estado del ánimo en el cual se nos presenta como posible lo que deseamos” y lo que necesitamos. Nadie, ni el más agnóstico, ni el más lleno de amargura, ni el más perverso que goza con el sufrimiento de otros, ni siquiera ése, podría vivir sin esperanzas. ¿Cómo sería el dormir de quien no aguarda con ánimo un día nuevo?, ¿qué le quedaría a quien afirme que el hambre y el dolor serán perpetuos?, ¿habrá peor infierno que el dar por hecha e irreductible la fatalidad, la certeza del dolor que no se quita, la injusticia que no cesa, la soledad que se eterniza? Pobre de aquél que aún en el lecho de muerte no encuentre descanso, que no espere un mejor estadio. Ésa y no otra es la función de la esperanza: invitarnos a vivir.
La esperanza es alimento del espíritu, como oxígeno para las células del alma. Y ese, precisamente, es el sentido de la fiesta de la Natividad. Incluso para los que no creen, Navidad es [re] nacimiento, convicción de que las cosas siempre pueden empezar de nuevo; Navidad es retorno a la ternura sin poses, a la bondad sin exclusiones –amor por el prójimo— y a la alegría que sólo se consigue al poner a los demás por encima de uno. Navidad es la renovación de la esperanza, la posibilidad de vencer a la injusticia, a la escasez, al odio y al desencuentro. Navidad es vivir la vida de la mejor manera posible, con la ventaja de que su esencia de bien nunca resultará excesiva ni paradójica. La Navidad no puede, en ningún caso, ser demasiada. Ojalá que los 365 días del año fueran fiesta de Natividad. ¡Felicidades!
La Botica.- Hoy usé un maravilloso regalo de Navidad: un jorongo de lana cruda, hilada a mano. Lo traje puesto toda la mañana, de hecho aún lo tengo encima, al pergeñar estas líneas, debido a los 8 grados centígrados con que nos amanecimos y de los que bien me está protegiendo. Pero no es cualquier jorongo, pertenecía a Francisco Morosini. Me dice Gloria, su esposa, que Paco apenas lo usó unas cuantas veces, las suficientes para que a lo largo de estos casi tres años de ausencia ella y sus hijos, Orieta y Ernesto, lo hayan conservado como parte de sus recuerdos. Es un gran privilegio el que decidieran dármelo a mí. Ya bastantes cosas tenía yo de mi cuate: su amor por la naturaleza, su escritura prolija, su creatividad, su profundo conocimiento de todo lo humano, su solidaridad, su sutileza de haikú y la certeza de su amistad. Ahora tengo su jorongo.
antonionemi@gmail.com
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