viernes, 12 de agosto de 2011

Hay de picadas a picadas

Liz Mariana Bravo Flores
Andanzas de una Nutria

“Navegando hacia el Este está la ciudad de los recuerdos, rara población de oscuridad”.
Silvio Rodríguez


“Los peces cuando ven que hay comida, así como la carnada de tu anzuelo, se abalanzan sobre ella y empiezan a comer dando como pellizquitos. Claro que hay de picadas a picadas, algunos de boca grande lo hacen más fuerte, los de boca chiquita apenas lograrás sentirlos, unos lo hacen rápido y otros lento; el secreto está en que te imagines lo que está pasando abajo del agua, que sientas que estás en el mismo lugar que tu anzuelo y será más fácil que lo atrapes”. Eso me dijo mi padrino aquel primer día de pesca.
Aclarado todo, adopto una postura de profesional y comienzo a lanzar la línea una y otra vez lo más lejos posible, aunque al parecer, la fuerza de una niña de seis años no se compara con la de los señores que tiran su hilo hasta el horizonte.

LA DERROTA
“Ya cayó el primero”, gritó mi padrino mientras todos aplaudimos, gritamos, sacamos la línea del agua para correr a verlo.
El anzuelo le atravesó la boca. Quiero tocarlo pero se mueve mucho. Festejamos porque, como dice papá, derrotamos al primero de muchos peces que caerán en la noche.
La misma acción se repite una y otra vez. Hasta ese momento no he hecho gran cosa, ni siquiera he sacado un bicho del agua, pero la verdad es que me estoy divirtiendo como enana, además de que me gusta compartir el momento con mi padre, padrinos y hermano quien, tras sacar el primer animal, lo echó a la hielera y regresó a la casa para jugar.
No sé si esta noche logre hacerlo. Todos dicen que a veces se tiene suerte y en otras ocasiones no, pero me emociona y me da curiosidad saber lo que se siente.
Completamente mojada y con un poco de sal en la boca por el agua que me salpica, la fogata a la espalda y el mar jugueteando frente a mis ojos, siento algo que empieza a mover mi hilo. Pongo el dedo para sentir si es igual a los pellizquitos que dijo mi padrino o si otra vez me atoré con el anzuelo de alguien más o, peor aún, si el mío nuevamente se ha quedado atrapado en una roca al fondo del mar.
Emocionada le grité a papá: “¡Ven, córrele, ya está picando!”.
Todos gritan emocionados, sueltan las cañas y acuden en mi auxilio. Él se pone detrás de mí como abrazándome, me ayuda a detener la caña y guía mis manos para lograr sacarlo.
“No puedo creerlo, ahí está, lo siento, está jalando mi caña, que no se me vaya, no puedo dejarlo escapar. Debe ser gigante, pesa mucho. O tal vez ya me cansé de sostener semejante cañota”, pensé.
Poco a poco empezamos a recoger el hilo. Mientras se acerca se siente más pesado y percibo cómo se mueve. Se contonea de un lado a otro. Está cerca. Empieza a asomar la boca. “Papá, míralo, es un bigotón como tú”, grité.
Sus ojitos salen del agua, luego su cuerpo gris y brillante. Estoy feliz. Mi corazón late lo más rápido que puede, no puedo ocultar los dientes, creo que mi sonrisa es tan grande como la que esta mañana dibujó el señor en su rostro.
Nunca imaginé la magia que traía consigo la noche de pesca. Después de la foto, hay que destrabar al pez del anzuelo, a lo que me ayudó papá, pues la espina que tiene el bagre que saqué dicen que es venenosa. Acaricio su cuerpo baboso que en un movimiento, se escapa de mis manos para caer en la hielera, donde le esperan muchos otros animalitos.
Mi padre me estruja contra su cuerpo. Está tanto o más feliz que yo. Me da un beso y expresa la felicidad que le provoca compartir conmigo la actividad que le llena de gozo.
Es tiempo de levantar todo, volver a casa para preparar todo y volver a la pesca el siguiente día.

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